Salí de clase a las nueve de la noche, a cero grados centígrados, y empecé a subir la calle oscura mientras pensaba en varias cosas a la vez. Iba distraída, mirando esa nube blanca que se formaba frente a mí como efecto de mi respiración.
De pronto, después de cruzar la cebra ya para entrar a la estación del metro, me encontré al lado de una persona del mundo blanco, de un ser humano que no podía verme. Lo vi, caminando solo con su mochila, sus gafas negras y su mejor aliado: su bastón.
Cuando vi cómo empezó a bajar las escaleras decidí seguirlo, presa de una enorme admiración y un poco desconcertada. Decidí observar cada uno de sus movimientos para comprender cómo era que lograba recorrer esos caminos hostiles sin nadie que lo guiara. Pensándolo bien, la oscuridad no era un impedimento para él.
Bajaba a un buen ritmo, con su bastón por delante, moviéndolo de lado a lado y contra el suelo, intentando sentir si había un vacío hacia abajo o si se encontraba con el mismo nivel. Yo iba como embrujada; no podía creer lo que veía, otra vez pensaba en cómo hacían para lograrlo los demás y para no lograrlo los de-menos.
Bajaba, entonces, sin tropezarse, más rápido que el resto. Yo hacía fuerza cuando veía alguna figura cerca de su bastón, hacía fuerza al percatarme de quienes se volteaban a mirarlo como a un fenómeno extraño, apartándose con una risa mal escondida.
Él seguía su camino, ¡en medio de una estación de metro! ¿Cómo hacía para orientarse y tomar la línea en la dirección que era? ¡No paraba ni un instante! Su bastón se movía de forma rítmica y él lo seguía ciegamente. Bajaba las escaleras eléctricas por el lado izquierdo, dando pasos rápidos como quien tiene afán y un horizonte despejado para recorrer.
Yo trataba de seguir su ritmo, caminaba rápido tras él, en cierta forma queriendo cuidar sus pasos. Y es que, no sé si hayan oído alguna vez que a donde quiera que uno vaya tiene algún ángel detrás -yo me he encontrado con varios de los míos-: ese que decide ayudarlo a uno sin conocerlo en una situación difícil. Pues yo, sin ser ningún tipo de ángel, iba detrás de cada uno de sus pasos, dispuesta a impedir cualquier tropiezo. En algún momento creí que intervendría para decirle que iba a seguir derecho en vez de voltear por las escaleras eléctricas pero, por un lado, me equivoqué yo: él era mucho mejor de lo que hubiera podido pensar cualquiera, y, por otro, no quería, de ninguna manera, entrometerme y llegar a causarle un disgusto.
Entonces continué siguiéndolo en silencio, en medio de un episodio que no sé muy bien cómo describir. Descubrió con su bastón el pequeño espacio por el que debía pasar una vez introdujera su tiquete, lo cual hizo sin problemas, como si realmente tuviera las mismas imágenes que yo al frente suyo. Llegó a la acera del tren que necesitaba y se detuvo: habíamos acabado de perder ese tren.
Esperamos cuatro minutos, no me senté para no perderlo de vista y poder observarlo con más detenimiento. Él, ese que no me mostraba sus ojos, ocultos tras dos lentes oscuros, parecía tener una disimulada sonrisa constante. Estaba ahí, parado, tranquilo, esperando, como todos los demás.
Al llegar el metro nos montamos juntos -aunque él no lo supiera- y me paré a su lado; él no sabía que tenía compañía; nunca me conoció ni se enteró de que seguía sus pasos; no supo que iba dispuesta a hacer lo que fuera por él ni supo que le devolví esa sonrisa cuando me bajé, con un poco de tristeza al ver que se acababa nuestro recorrido juntos y que él volvía a quedarse solo, sin siquiera apoyarse en las barras del vagón como sostén, como si realmente no necesitara de nada ni de nadie.
La verdad es que yo también seguía mi camino sola y, al fin de cuentas, era a mí a la que sí afectaba la oscuridad.