A propósito de tantas conversaciones que por estos días están trayendo las épocas de Pablo Escobar al presente, recordé uno de esos pocos y definitivos momentos de la niñez que uno recuerda como si de la escena de una película se tratara: el día de la muerte del asesino que atemorizó a un país entero.
Yo tenía nueve años y mi mamá y mi abuelita me habían llevado a cine a ver «Liberen a Willy». Estábamos en un centro comercial y, antes de entrar al teatro, de un momento a otro, la gente empezó a caminar rápidamente y el ambiente se enrareció. En los televisores de todo el país, incluyendo los del centro comercial, nos contaban una noticia que partiría la historia de Colombia: habían matado a Pablo Escobar.
Yo tenía nueve años pero algo entendí y me paralicé por dentro. Así como cuando a los cinco años me avisaron que mi abuelito había muerto y yo, sin todas las bases para comprenderlo, supe en ese instante que la vida jamás volvería a ser la misma, así, aunque no tanto, me sentí en ese momento.
Mi mamá y mi abuelita, nerviosas, hablaban sin parar y no sabían qué hacer. Yo, con esa especie de evasión de los momentos indescifrables propia de una niña, me empeñé en que no podían llevarme para la casa porque habíamos ido allí para ver «Liberen a Willy» y yo no me iría hasta no ver a la ballena liberada.
Ellas dos, asustadas por alegrarse de una muerte y sin saber qué nos esperaría a todos, entraron conmigo a la sala de cine y yo vi mi película como si estuviera sucediéndome a mí y lloré desde el fondo del alma por Willy y, de cierta manera inconsciente, por mi país desangrado.
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