Me gusta caminar las calles de las ciudades y me enamoro de las que me invitan a recorrerlas así, caminando. Me gusta respirar los árboles, mirar el cielo, descubrir nuevos ángulos de los paisajes, encontrarme con perros que pasean, oír los pajaritos y sonreírles a desconocidos.
En Medellín es poco lo que camino, pero intento remplazar esa sensación irremplazable trotando al menos una mañana a la semana, a pesar de que, como concluíamos algunos amigos hace poco, trotar aquí parezca a veces una carrera de obstáculos.
Soy de las que tiene que sonreírles a las personas que se encuentra en la calle. Es mi manera de conectarme con la ciudad y de, a pesar de lo que veo todos los días en el mundo, fortalecer mi esperanza con la idea de que somos todos humanos. Las sonrisas entre desconocidos significan para mí la complicidad de que seguimos todos aquí, viviendo. También es mi manera de decirle al que tiene menos que para mí eso no significa que valga menos. Con sonrisas y “buenos días” he acortado distancias que parecían infinitas.
Trotando en las calles de Medellín se conoce mucho sobre la personalidad de la ciudad. Yo, que no puedo evitar sentirme mal si no hago algún gesto que muestre un mínimo de humanidad, ya he aprendido que hay tres tipos de reacciones a mi sonrisa o mis “buenos días”: una sonrisa de vuelta, de parte de una persona gratamente sorprendida o igual a mí; un “muyyy pero muyyy buenos”, de parte de un hombre con los ojos desorbitados, seguido de alguna vulgaridad; o una mirada asesina de una mujer que creyó que le estaba sonriendo al marido o que no soporta a nadie más joven.
Confieso que, después de conocer las reacciones, empecé a analizar caras antes de regalar sonrisas inocentes, pero mi salida a correr perdió parte de su vida y recaí en la repartición de saludos. No quiero que un señor que barre se sienta como si no estuviera ahí, no quiero sumarme a los que lo hacen sentir invisible.
Después de varios encuentros de esos, esta mañana, trotando sobre aceras pintadas de sol y de sombra, vi a un hombre escarbando en un tarro de basura. Mi corazón se paró inmediatamente y un calambre me desconectó de la paz de los árboles y los pájaros. Nadie debería tener que buscar comida entre la basura. Nadie. Entonces, hice a un lado mi corazón arrugado y saqué mi herramienta contra la inhumanidad: le sonreí a ese hombre, que probablemente ha perdido la esperanza en la vida, para recordarle que sigue vivo.