–        ¡Ya te llamo, ya te llamo! –me dijo, afanado, mi papá, cuando me contestó el celular.

–        ¿Dónde estás?

–        Voy en un taxi.

–        ¿Entonces por qué me dices que me llamas después?

–        ¡Estoy en una conversación muy interesante con el señor y ya voy a llegar!

Con una sonrisa cómplice, me despedí lo más rápido posible.

Más tarde, sentados almorzando, mi papá me habló de la conversación que tuvo con el taxista, un hombre de unos cincuenta años que era de Aguadas (Caldas, Colombia), que había vivido casi toda su vida en el campo, y que le había dicho, casi con lágrimas en los ojos, cuánto le dolía saber que los animalitos se estaban muriendo de sed en algunas regiones del país.

–        Me imagino a las vaquitas muriéndose de sed… –se lamentaba.

Le había contado un poco de su historia a mi papá, por ejemplo que su padre era un hombre “demasiado bueno”, que nunca se había tomado una cerveza y que madrugaba todos los días a rezar el rosario, que había sido un agricultor toda su vida y que tenía una historia muy bonita: vivía en un pedazo de tierra muy seco, en donde parecía imposible producir algo para vivir, pero un día, en medio de los comentarios desalentadores de los vecinos, había decidido sembrar maíz, y esa noche había caído una tormenta llena de poder y vida.

Le contaba el taxista a mi papá que él tenía doce años cuando su padre hizo crecer el maíz, mientras se lamentaba por la sed de los animales en ese campo que había abandonado de cuerpo, aunque jamás de alma.

 

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