Ayer, en medio del caos actual de las calles de Medellín ocasionado por las obras de infraestructura que se adelantan y al que ahora se suma el tráfico navideño, llegué a una intersección en donde los carros que iban en distintos sentidos se encontraron atrancados tratando de cruzar al otro lado antes que los demás. Cada uno quería pasar primero y no esperar un turno más en el semáforo, que sería eterno.

Se desarrollan esas obras para avanzar y que, quién sabe cuándo, podamos cruzar esas mismas intersecciones de manera más fluida, pero todos nos volvemos locos.

Locos en ciudades en las que predominan los carros y no el transporte público, ni las bicicletas ni las aceras anchas y respetuosas con el transeúnte.

Locos oyendo las historias de atracos en las calles.

Locos abrazando unas fuerzas tambaleantes para apoyar el proceso de paz más difícil de la historia, bajo los gritos de los que no quieren creer en esa paz.

Me preguntaba yo, en medio de esa intersección, paralizada, si todas esas obras y calles tendrían futuro, si mi ciudad llegaría a ser más desarrollada y tranquila, si Colombia sería un país viable, porque en ese preciso instante sentía que no.

Me tapé los ojos con fuerza y me empecé a reír. De alguna manera, los carros se movieron y yo seguí por esa misma calle en la que también había un hombre montado en la rueda de una bicicleta haciendo malabarismos con tres objetos que daban vueltas en el aire, y llegué a mi casa, a mi única casa.

Este es el país que tenemos. País malabarista. Tiene que haber esperanza. Si no creemos, si la perdemos, seremos 47 millones de personas enloquecidas y sin un espacio en el mundo.

Que sigan las obras, tendremos paciencia y pasaremos más despacio; que siga el proceso de paz, nos aferraremos a esas fuerzas, así tambaleen.

@catalinafrancor

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