No soy religiosa. Mi religión es la vida misma. Oír a los pájaros salir cantando de los árboles al amanecer y volver a sentirlos regresar a sus nidos al atardecer, ver que cada día sale el sol, oír idiomas distintos, leer ideas pensadas a través de la historia. El universo, la naturaleza, la energía que siente mi cuerpo cuando mira el cielo, el amor. Es mi única religión concebible.
Y a ese universo es al que le agradezco todos los días al abrir los ojos y al cerrarlos por la noche, al que le pido fuerzas cuando las necesito, y con el que trato de reconciliarme cuando siento que debí hacer algo de otra manera. También, los gestos sencillos que mejoren la vida de alguien en mi día a día son mi forma de devolverle la fortuna de mi vida.
Entiendo, claro, que el hombre haya creado religiones para tratar de entender el camino. Y con las religiones creó ritos para encontrarse cara a cara con otros y reconocer su miedo y sus angustias en ellos, de manera que la soledad de la existencia sea un poco menos insoportable.
Así, todos tenemos formas distintas de enfrentar lo que más nos duele. Precisamente, estuve hoy en la misa por la muerte de un tío abuelo muy querido. Muchos se aferran al ritual y repiten en coro las palabras de siempre, esas que se dicen en cualquier ceremonia de una misma religión. Yo, en cambio, me maravillaba con la forma en la que entraba la luz a través del color de los vitrales, con la melancolía de los violines, con la belleza y el olor de las hortensias y las rosas blancas, con las lágrimas de un chofer de pelo blanco que sacaba todos los días a dar una vuelta a mi tío abuelo (que ya no podía hacerlo solo), con las preguntas de una niña que estaba detrás de mí y no entendía muy bien lo que pasaba, con unos puñitos muy pequeños que sobaban los ojos azules aguados de un nieto de mi tío abuelo, con el mensaje de despedida de su hija (una hija que no volvería a ver a su padre jamás), y con las palabras de otro tío abuelo, hermano suyo, que es padre y dio la misa, en este caso hablando menos de religión y más del ser humano que le arrancaban del corazón.
Cuando volvemos a lo humano, cuando no repetimos sino que entregamos el alma a través de las palabras y los actos, cualquier encuentro es más bonito y se nos queda grabado para siempre.
En este adiós, mi tío abuelo, el padre, habló de su hermano, de la enfermedad, de la vida, y citó también a Lope de Vega:
“Soy un fue, y un será, y un es cansado”
No hacen falta tantos protocolos. En las lágrimas va el universo entero. Y es que el adiós es, sin duda alguna, el momento más doloroso de una existencia y en el que más de cerca se puede sentir la vida, casi casi hasta tocarla con las yemas de los dedos.