Con el absoluto respeto que me inspira el mundo musulmán, me paré junto a mis padres y mi esposo a unos pasos de la puerta de una mezquita en Tánger, Marruecos, a observar en silencio mientras entraban a rezar los hombres durante su llamada a la oración.
Desde antes de acercarnos le pedí el favor a mi familia de no tomar una sola foto y de mirar con respeto, no como presenciando algo extraño, una especie de show, sino acercándonos desde lo más profundo a las costumbres de otros seres humanos, en medio de una arquitectura y una historia preciosas.
Alrededor de nuestro silencio –me hubiera gustado ser invisible en ese momento– pasaban los hombres, muchos niños, se quitaban los zapatos en la puerta y encontraban rápidamente un lugar para rezar.
Pero ese silencio se rompió de manera brusca, cuando un hombre que iba hacia la mezquita cambió su dirección y caminó directamente hacia mí, gritándome que nos fuéramos, que no teníamos nada que hacer ahí.
– ¡Además, estás desnuda! –me gritó sin el más mínimo pudor.
Bajo los 35 grados centígrados que hacía en Tánger empezando el verano, yo vestía unos shorts y una camisa sin mangas (no llevaba nada para cubrirme los hombros porque no iba a entrar a la mezquita). A pesar del sobresalto que me produjo la palabra “desnuda” en ese tono, viniendo de un hombre desconocido, ante mi familia y la gente que había alrededor, y sin tener en cuenta cuál pudiera ser la reacción de ese hombre que me miraba con ojos violentos y que estaba rodeado de muchos otros que tal vez pensaran igual, respiré y le respondí en el mismo tono que había usado él.
– ¡Respétame, no estoy desnuda! ¡O a lo mejor lo estoy para tu cultura, pero no para la mía! ¡Yo respeto tu cultura, respeta tú la mía!
Se lo dije mirándolo a los ojos, sin alejarme, mientras él continuaba gritándome y mi familia permanecía en silencio, mi esposo halándome de un brazo para que nos fuéramos.
Pero para mí era imposible irme de ahí así, así que seguimos repitiendo cada uno lo mismo y al mismo tiempo, él cada vez en un tono más bajo, con más calma, hasta que su discurso dejó de ser insultante y pasó a decirme, gagueando, que lo dejara explicarme, mientras yo daba la vuelta para irme.
Se había quedado sin argumentos. No creo que en el fondo hubiera dejado de verme desnuda ni de rechazar todo lo que yo representaba, pero pienso que fue consciente de cómo me estaba irrespetando y, en vez de aumentar su violencia, como perfectamente hubiera podido hacer ante cuatro turistas indefensos y contrarios a sus costumbres, creo que la idea del respeto por la diferencia puesta una y otra vez sobre la mesa por una mujer “desnuda” a la que no le temblaron la voz ni la mirada, logró bajar sus armas y crearle alguna inseguridad en sus convicciones.
No niego que pensé en decirle que seguramente él no conocía a una mujer desnuda o que le daba gracias al universo por ser libre y poderme vestir como me diera la gana. Ante sus insultos esa hubiera sido mi respuesta más probable, mi insulto de vuelta. Pero, en esa reacción automática y enérgica que tuve, que surgió de mi respeto por los musulmanes, de haber leído sobre su mundo y encontrarlo apasionante, me probé a mí misma que cuando se conoce y se respeta la mirada del otro, así haya un mal sabor de boca, se pueden cruzar universos enteros en paz.
Y tal vez no haya sido del todo malo ese último sabor. Fue la desnudez de las ideas, que a veces es agridulce.