Bastante harta, confieso que un poco contagiada de indiferencia, leyendo sobre el inicio de la labor de desmantelamiento de las minas antipersonal por parte del Ejército de Colombia y la guerrilla de las Farc de manera conjunta, en medio de tanto circo, escepticismo y hasta repudio hacia la única paz posible por parte de algunos, imaginándome la escena que leía, en la que un militar prevenía a un guerrillero para que no se acercara más a la zona, no fuera que una mina estallara y le hiciera daño, sentí de golpe la humanidad de lo que nos pasa, de la que somos capaces, de lo que sigue; pensé que, a veces, es trabajar de la mano de ese que sentimos difícil –o de eso que no nos deja dormir– la única opción para asumir realmente su existencia y tratar de sentirlo, de saber que seguirá estando ahí, que habrá que convivir, que a lo mejor se empieza a ver de otra manera, que a lo mejor en ese trabajo conjunto se encuentran otros caminos, se descubren posibilidades, aflora algo de sensibilidad.
Como cuando se obliga a dos hermanitos que pelean por un juguete a compartirlo y a jugar juntos aunque no quieran verse. La cosa empieza de mala gana y con manotazos, pero se van bajando las armas, pasa el momento y terminan jugando, aceptando que el otro es, por naturaleza, su convivencia obligada.
O como cuando se está frente a una hoja en blanco, probablemente después de mucho tiempo de pensar infructuosamente sobre eso que se va escribir, creyendo por momentos que jamás se logrará… Son batallas. Solo cuando se ponen las primeras palabras sobre ese vacío, así no tengan sentido, así las odiemos y las borremos una y mil veces –yo misma estuve a punto de tirar estas a la basura–, la esencia empieza a tomar forma. No importa cuánto tiempo tome, se avanza, llega el ritmo y esa batalla construye una historia.
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