– No. Se vive para trabajar, se sobrevive. Tal vez algún domingo haya unos minutos para sentarse con los amigos, pero nada más. Dicen que Mumbai es la ciudad de los sueños, pero es en realidad la ciudad de la supervivencia –me respondió con absoluta franqueza y resignación, un poco sorprendido por mi interés en lo que no veía, Sunil, nuestro guía a través de los callejones del Dharavi Slum, el que hasta hace poco era el slum más grande de Asia y el segundo del mundo.
En nuestra condición de extranjeros, de turistas, prácticamente de extraterrestres, sin Sunil no hubiéramos podido caminar por allí ni tocar por esas dos horas –pero para siempre– una realidad que sería imposible de imaginar a partir de cualquier descripción. Las Naciones Unidas definen un slum como una zona degradada de una ciudad que se caracteriza por la baja calidad de sus viviendas, la miseria y la falta de seguridad en la tenencia. Es una de las veces en las que las palabras parecen no significar nada. Y para ayudar a darles forma a esas palabras no podíamos tomar fotos, por respeto.
En Dharavi viven un millón de personas en 2.4 kilómetros cuadrados. Un slum es también eso: sobrepoblación, falta de todo.
– Dharavi es el motor de Mumbai, tal vez de India, de aquí van cosas al resto del mundo –nos explicó Sunil al entrar a la zona “industrial” del slum.
Esa zona industrial es el área de trabajo, en donde no se ve una sola mujer y hay callejones llenos de basura y materiales, vacas, desechos y garajes o espacios convertidos en fábricas de todo tipo: tuberías, tela, metales, cuero, vidrio, y adolescentes, adultos y algunos viejos que lograron llegar a viejos trabajando sin ningún tipo de medidas de seguridad, sin descanso, sin opinión ni alternativa.
– Yo supe que existía algo así como “medidas de seguridad” por ustedes, los occidentales. Aquí nunca ha existido eso y de no ser por sus preguntas jamás hubiéramos imaginado que existía –nos dijo Sunil con una sonrisa avergonzada pero tranquila.
Empapados en sudor en esa experiencia demasiado intensa para comprenderla en tan poco tiempo, entramos a varias de las fábricas tratando de absorberlo todo sin que nuestra mirada hiriera más esas vidas que probablemente no conocen la palabra dignidad. En algunas era difícil respirar debido al polvo liberado por los procesos de los metales y otros materiales. Eso sin hablar del calor: unos 35 grados centígrados con 75% de humedad y un sol que a las 7 de la mañana hacía pensar que eran las 12 del día. Al lado de las máquinas o las herramientas, sobre suelos llenos de basura y mugre, había colchonetas o simplemente sábanas. Ahí duermen esos hombres cuando terminan de trabajar cada noche y ahí abren sus ojos para empezar de nuevo la rutina al día siguiente. Eso de lunes a sábado cada semana de la vida. El domingo no hay fuerzas ni ganas de nada, y tal vez quede alguna otra tarea que hacer para la que no hubo tiempo antes.
Sunil nos contó que en Dharavi solo hay servicio de agua durante tres horas diarias y que, además, muy pocos tienen acceso directo a esas fuentes de agua, por lo cual deben ir a llenar recipientes durante esas horas para llevarlos hasta sus casas y hacerla rendir para las necesidades del día.
En esa área de trabajo, en donde solo había hombres, vimos también algunos niños, descalzos: un chiquito de unos 4 años se tambaleaba intentando transportar y reacomodar un balde de agua que parecía pesar más que él, hasta que una niña un par de años mayor lo detuvo y se lo recibió sin decirle nada, se lo subió al hombro en segundos y salió caminando como si hubiera desvanecido el peso del mundo.
Solo un par de hombres accedieron a responder un saludo o alguna pregunta amable y superficial que nos traducía Sunil. El resto seguían concentrados en su trabajo o nos atravesaban con esa mirada profunda de los indios y de los seres humanos cansados, sin que asomara el más mínimo indicio de una sonrisa o algún tipo de vínculo en un encuentro entre personas.
Tras conocer un poco sobre ese trabajo demencial que satisface necesidades de millones de personas, pasamos a la parte residencial, en donde descubrimos a las mujeres del Dharavi.
– Tengan cuidado con los desniveles del piso y con la cabeza porque hay cables que cuelgan. Ella puede mirar hacia dentro de las casas y a las mujeres, pero usted no debe mirar hacia dentro ni a los ojos –le advirtió Sunil a mi esposo–. Mejor dicho, aquí ella puede hacer lo que quiera, pero usted no.
Y es que mirar hacia dentro de las casas era verlo todo: nos adentramos en los callejones más angostos por los que he caminado en mi vida, igual de llenos de basura, mojados y con decenas de cables colgando. Un caminito de obstáculos y suciedad en donde hacían falta el aire y la luz. Y a lado y lado de ese caminito estaban las puertas de las casas, es decir, huecos tapados con sábanas que daban a espacios de menos de diez metros cuadrados con los suelos cubiertos de colchonetas en donde se amontonaban familias completas. Y junto a esas puertas subían escaleras diminutas, empinadas como para llegar al cielo, que seguramente daban a otro piso igual en un segundo nivel.
Es decir, las casas eran una especie de cuevas en donde las familias duermen, cocinan, comen, se visten y viven sus vidas con una pequeña puerta que da al callejón claustrofóbico y sucio que se me grabó para siempre en las imágenes de mi memoria. Recorriendo esos pasajes, aprovechando al máximo mi derecho a mirar intensamente todo y a todos, sentí que se me cortaba la respiración, en una combinación de claustrofobia, lágrimas reprimidas con el único objetivo de no destruir más la dignidad de esos hogares y ganas de gritarle al mundo que se fuera a la mierda.
Salí del último pequeño callejón que íbamos a recorrer y le imploré a Sunil que me permitiera tomar una foto. No muy contento me dijo que la tomara rápido y que tuviera cuidado (respeto). Evidentemente, la foto no captó nada: ninguna imagen sobre papel podría transmitir siquiera una impresión cercana a lo que vimos. Me queda solo para probarle a mi memoria que fue real, para ponerle algo de color y forma a uno de los recuerdos imborrables del alma, a uno de los picos más altos en ese camino que es comprender y cuestionar a la humanidad.
Salimos a un espacio un poco más grande, lleno de arena, bloques de concreto, basura y niños corriendo.
– Este es el lugar donde juegan los niños –dijo Sunil.
Los niños, que son adultos y les han robado el alma.
Más de la mitad de los cerca de 24 millones de habitantes que tiene Mumbai viven en slums. Al mismo tiempo, las calles del hermoso barrio de Colaba al sur de la ciudad están llenas de la herencia arquitectónica inglesa, hoteles 5 estrellas y bares y restaurantes para otro tipo de seres humanos. También, 40% de las personas más ricas de India viven en esta ciudad, en donde está la industria cinematográfica más grande del mundo –Bollywood– con sus estrellas de cine con salarios como los de Hollywood, y en donde está la “casa” más cara del planeta: un edificio de 27 pisos que parece una torre de libros, propiedad de un billonario petrolero indio que vive ahí con su esposa, tres hijos y su mamá, además de 600 empleados, 9 ascensores, 3 helipuertos y los 1000 millones de dólares que le costó construir su casa.
Así vive Mumbai, la ciudad de los sueños, la tierra de las oportunidades, en donde millones de personas aprenden que en la vida el único propósito es sobrevivir.
*Mumbai es a la vez preciosa, nos mostró una cara muy distinta de India, fue la única ciudad que conocimos en la que vimos algunas zonas un poco más limpias y conocí la estación de tren más majestuosa que he visto en mi vida. Nos queda un recuerdo intenso y bonito en el corazón. Tal vez más adelante escriba un texto más amigable para viajeros con todas esas cosas lindas que hay para conocer y con un equilibrio más justo de lo que es la ciudad más grande de la India, un destino que considero obligado en un viaje a este país. Pero tenía que hablar de su corazón.