Hoy todos en Colombia hablamos de paz, pero nadie se la imagina. Nos peleamos –literalmente– por estar o no de acuerdo con la forma de conseguirla –o por quién lidera el camino hacia ella–, pero no nos la imaginamos.
En Colombia los que tenemos menos de 60 años, la mayoría, no tenemos como recurrir a algún recuerdo de la paz, para anhelarla u odiarla, para lo que sea, porque no la conocemos. O, mejor, la conocemos a medias: intentamos tocarla en escenas recortadas de la vida, pero la realidad de ese universo inverosímil llamado Colombia siempre nos despierta de un golpe.
Si disfrutamos de una reunión en familia, posiblemente pensaremos en alguien a quien de alguna manera tocó la violencia; si llegamos a la tranquilidad de la casa al final de un día de trabajo, prendemos el televisor para que nos resalte nuevas cifras sin nombre; si salimos a la calle en una tarde tranquila, en un semáforo miramos por el retrovisor a una motocicleta que representa la posibilidad –absurda– de que nos pongan una pistola en la cabeza para quedarse con un maldito celular; y, cada vez menos frecuentemente, si hablamos con un extranjero que no conoce Colombia, respiramos profundo cuando nos pregunta por Pablo Escobar, por la cocaína o si “realmente es seguro viajar allá”.
El mito de Colombia, el país en el que la mayoría no conoce la paz y los demás no la recuerdan (y están, todos, acostumbrados).
La paz a ratos, que no es paz. Y eso es para los más afortunados, para no hablar de la pesadilla que han vivido los campesinos de este país.
Por eso, porque no la conocemos, tampoco somos capaces de imaginarla.
Si una persona crece encerrada en un cuarto sin ventanas, probablemente no pueda imaginar el cielo y se acostumbre a la oscuridad. Mientras más tiempo pase más difícil será que lo imagine y, sobre todo, que lo sueñe, que lo sienta posible, que lo luche. Pero dirá todo de esa persona su decisión de adormecerse o de tumbar los muros, ladrillo a ladrillo.
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