Anoche no pude dormir, Omran.
Lloré varias veces porque tú no podías llorar.
Sobre la almohada mojada, pensaba en dónde estarías en ese momento y qué pasaría cuando todos se olvidaran de tu foto.
Pensaba en lo mucho que deseaba abrazarte y hacerte sentir seguro por un momento, hacerte sentir como un niño.
Imaginaba cómo sería darte un hogar, ser tu hogar.
Cerraba los ojos pero lo único que veía era la imagen de tu cuerpecito sucio; de unas piernitas que volaban sobre la silla de una ambulancia; de un pelo despeinado, cortado por alguien en forma de hongo con amor; de una boquita estrecha, cerrada por el dolor, como un punto en medio de la nada; de una mirada apagada, caída, sin más fuerzas y bajo la sangre; de una carita sin expresión o, mejor, con la expresión más profunda de la impotencia y la resignación ante el horror, de la tristeza infinita, del miedo que se pierde cuando ya no hay nada que perder.
Pero solo tienes cinco años, es imposible que hayas perdido el miedo y sé que tu corazón, y los de miles de niños como tú, se sienten solos ahora, temerosos de un futuro que ya no ilusiona, en medio de la monstruosidad que les ha tocado vivir.
Cinco años en los que solo has visto guerra y a los que ahora, para tantos, seguirá ese dolor agudo de la desesperanza sin el consuelo de una familia, haciéndose adultos sin siquiera haber sido niños, mirando a los ojos a un mundo que los ha dejado solos, que manifiesta impresión y tristeza por una foto, sin entender nada más, pero al otro día vuelve a elegir la guerra, también sin comprenderlo.
Ay, Omran, tú, que eres Aylan, que eres miles, millones, hijo no merecido de la guerra, si supieras de qué manera te has metido en mi corazón.