Hace un par de días iba a presentar algo frente a un público y quise asegurarme de pronunciar bien un nombre con una mezcla árabe que vi en la lista. Casualmente, me presentaron a esa persona antes de empezar y aproveché para aclarar mi duda.
– ¿Así se pronuncia tu nombre? –y procedí a hacer mi mejor intento para que sonara bien.
-Sí, así. Es que resulta que mi mamá es del Medio Oriente… ¡Pero yo no, yo soy católico! –se apresuró a responder.
Me sorprendió tanto, que no tuve tiempo de decirle todo lo que hubiera querido. Solo alcancé a pronunciar un tonto “yo adoro el Medio Oriente…”, como un intento simple pero claro de expresarle que había llamado positivamente mi atención, que no tenía nada que explicar…
Pensándolo bien, tal vez fue mejor esa frase porque, si fuéramos al fondo y con toda sinceridad, hubiera querido decirle que bastante más interesante encontraría a alguien con raíces del Medio Oriente que a uno que se declarara “católico”. Pero esa soy yo, también con mis prejuicios, y probablemente él hasta se identifique más ahora –real o aparentemente– con esa descripción de sí mismo que hoy causa menos inquietud.
Como si uno u otro tuviera más derecho de ser o estar, o de dar una conferencia por lo alto, por las letras que componen su nombre o por las coordenadas geográficas en las que lo parió la naturaleza.
Pero me quedé fría. Fría porque al parecer ha llegado demasiado lejos la idea de tener que justificar quiénes somos o de dónde venimos para no producir miedo, rechazo o juicios definitivos en los demás, que no tienen idea de quiénes somos. Fría por un mundo en el que las barreras se multiplican cada segundo a partir de cualquier característica que nos diferencie del otro. Fría porque lo hemos enfriado todo, hemos dejado a un lado eso de “seres humanos” para vernos como “los de tal parte”, “los de tal color”, “los que creen en tal cosa”, “a los que les gusta convivir con tal género”, “los que sí y los que no”.
Puras ideas que nos han metido desde el poder para volvernos paranoicos, para que nos odiemos, nos matemos y necesitemos protección todo el tiempo. Puro miedo de mirarnos a los ojos y compartir el puto mundo.
*Y a modo de anécdota, sí que resultó interesante ese personaje de cejas gruesas que jamás podrá ocultar.