Por estos días me despierto por la mañana tratando de pensar que no, que no era verdad, que todo era una inverosímil pesadilla y que puedo levantarme a construir mi día en un mundo que, en medio de sus barbaridades y a pico monto, parecía ir hacia delante, al menos en lo relativo a la seriedad, la racionalidad, la decencia y la responsabilidad de la mayoría de los líderes de los países desarrollados que, para bien o para mal, definen el rumbo del planeta.

Pero no. Me levanto a profundizar el shock, a recibir un nuevo dardo, a encogerme por dentro porque la película de terror continúa, sin final visible ni predecible.

Los tormentos permanentes e impopulares que nunca nos abandonan a quienes nos duele la borrosa humanidad, como el hambre, las guerras, el hecho de que haya tantos obligados a escapar de todos lados para no llegar a ninguno, y ese tipo de situaciones que son pan de cada día, parecen solo un recuerdo de tiempos mejores que están lejos de volver.

Siempre lo traigo a colación: hemos asumido que ya pasó lo peor y que no se puede repetir. Las carnicerías de épocas antiguas, las esclavitudes formales, las monstruosas guerras mundiales que nos permitimos. Todo eso es cosa de un pasado en el que todavía no sabíamos lo que sabemos hoy ni teníamos cierto orden en la sociedad internacional. Rápidamente nos acostumbramos a que los derechos fundamentales se den por sentado, al menos en las ideas.

Pensábamos que todo podía ir mal, pero no tanto.

Así, podíamos criticar con razón muchas acciones de un país tan determinante como Estados Unidos, pero parecía imposible que su presidente afirmara públicamente que está de acuerdo con la tortura porque funciona, que calle a los periodistas y les responda preguntas según su conveniencia, que no crea que el hombre tenga que ver con el cambio climático, que considere que los inmigrantes son violadores, que pretenda revisar los informes científicos antes de que se hagan públicos, que vaya a construir un muro con un vecino dependiente en el momento en que menos inmigrantes de ese país llegan a su territorio y quiera humillarlos diciéndoles que ellos lo tendrán que pagar, que considere que Japón debe tener armamento nuclear, que admire a un demente como Putin y quiera permitirle sus excesos, que eche para atrás una reforma que ampliaba la salud a 20 millones de personas más, que quiera dejar de acoger a los refugiados, que irrespete a las mujeres cada que le da la gana, que pretenda deshacer el acuerdo nuclear con Irán, que hable de prohibirles la entrada a Estados Unidos a los musulmanes (que constituyen una séptima parte del mundo), que esté cerrándole las puertas comerciales y humanas de su país al mundo, y que afirme que podría empezar a dispararle a la gente en la Quinta Avenida y ni así perdería votos.

Eso, además de haber ganado con tres millones de votos menos que su rival, afirmando que esa diferencia fue por puros votos de ilegales. Su película no termina nunca y, a través de su poder y sus medios, empieza a convertirla en la realidad de millones de personas que no tienen como cuestionarla y que creen que tal vez les favorece creerla.

Un borracho ha tomado el timón del barco en la época de la posverdad. Se lo hemos permitido porque esa posverdad se ha apoderado de más mentes de las que creíamos posible.

La política nos tiene hartos. Hartos de las mentiras, de las burlas, de la corrupción, de la burocracia y de la inhumanidad. Hastiados del irrespeto hacia las sociedades para las que se creó. Pero ver a un payaso demente riéndose de nosotros –de la vida– en la cara, ver que los avances de años, logrados con las luchas de generaciones, se deshacen segundo a segundo, eso desgarra por dentro.

Cuáles derechos humanos, cuál compasión, cuál libertad y cuál convivencia pacífica, si nos estamos diciendo que no hemos entendido nada y que tal vez estemos condenados a un ciclo mortal.

Al menos yo, cuando abro los ojos por estos días, me encuentro de frente con un mundo que se ha vuelto loco.

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