Anoche, después de uno de varios días difíciles en el principio de un año que me ha pegado duro por dentro, acostada en la cama bocarriba, después de apagar la luz y cerrar los ojos, los abrí de repente y los clavé en el techo, en medio de la oscuridad. Sentí conscientemente mi cabeza sobre la almohada, deslicé mis manos sobre la cobija suave y abullonada como me gusta y sentí esa paz infinita que me produce estar calentita dentro de esa cueva en que se convierte mi cama. Entonces, aunque ya hacía unos minutos nos habíamos despedido hasta el otro día, y sin saber si perturbaría su sueño, me volteé y le dije a mi esposo:

– Nos estamos acostando juntos esta noche: aliviados, llenos, en una camita caliente, en una casa llena de tranquilidad, un espacio seguro en el que no pasa nada malo (ese rincón de mundo propio del que tanto hablo y que me destroza por dentro cuando pienso que a tantos les falta). Tenemos amor, nos tenemos. No nos hace falta nada. Hay tantas personas que están sufriendo en este momento…

– Sí, mi amor –me respondió él, seguido de un silencio.

– ¿En dónde?

– En Ghouta Oriental. Es un lugar a las afueras de Damasco que está sufriendo mucho en este momento, hay ataques todo el tiempo y van más de 500 muertos esta semana.

– ¿En Siria?

– Sí.

Silencio.

– Esta guerra no para. La gente está sufriendo mucho y se están perdiendo generaciones. Y todos seguimos como si nada –le dije.

– Qué horror. Qué dolor.

Entonces, mi alma apretada se consuela un poco con ese esposo de corazón grande al que le gusta que le cuente lo que pasa y le duele de verdad, y me acompaña. Pero, también, mi alma se siente infinitamente sola en esa cama calentita, como flotando en la inmensidad, pensando en cuántas personas realmente se acuestan recordando y sufriendo por Ghouta Oriental.

@catalinafrancor

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