Hace unos días compré algunas botellas de vino con mi esposo en un supermercado. Como eran varias, cuando estábamos llegando al carro revisé la colilla de pago para asegurarme de que el cobro estuviera bien. En principio era para saber que no nos hubieran cobrado más de lo que era, porque era fácil confundirse (y porque estamos acostumbrados a revisar que no haya trampas, con o sin malas intenciones).
Conté las botellas en la caja y después las conté en el tiquete. Sorprendentemente pasaba lo contrario: teníamos una más, una que no nos habían cobrado. Entonces le expliqué a mi esposo. Le dije que me esperara y me bajé del carro con la botella. Entré al supermercado y la cajera me miró, como esperando a ver qué problema había tenido.
– Mira, no nos cobraron esta botella –le dije entregándosela.
– ¡Uy, muchas gracias, demasiado honesta! –me dijo después de un silencio, con los ojos muy abiertos.
Le sonreí, también sorprendida por su reacción, y le dije que con gusto. Di la vuelta para salir y cuando pasaba por el lado de la puerta me sentí observada. Miré hacia un lado y vi a un grupito de empleadas del supermercado, entre ellas la cajera que me había atendido, todas hablando y mirándome.
– Nunca nadie nos había devuelto algo que no hubiera pagado –me dijo una cuando vio que yo me había dado cuenta de que estaban hablando de mí–. Usted es una en un millón –concluyó.
– Así tiene que ser –le dije con una sonrisa y me despedí.
Las vi no solo sorprendidas, sino pensativas. Pensé en lo bonito que es el ejemplo, en lo bonito que es hacer algo que de pronto represente una esperanza para otro. Que de pronto le enseñe que le susurré al oído en el futuro.