Deseando profundamente la muerte para reunirse con el amor de su vida, que era su razón para vivir, al Señor Ove (de la preciosa película sueca Un hombre llamado Ove) le diagnosticaron una enfermedad: tenía un corazón demasiado grande. Era una enfermedad en dos sentidos, entiende uno después de recorrer la vida de Ove de su mano.
Y puede ser un mal no diagnosticado –en uno de esos dos sentidos– para muchos en un mundo maravilloso que, infortunadamente, protagoniza el dolor. Me pregunto con demasiada frecuencia por qué aquellas personas que parecen no tener nada en la vida, cuya existencia es una lucha constante por sobrevivir más que por vivir, continúan luchando. Cuál es la razón de fondo, de dónde salen las fuerzas.
Si no se tiene un techo cuando se espera una tormenta, si no se tiene atención asegurada cuando enferman los que amamos, si el hambre no es solo un capricho o una hora corrida por alguna actividad atravesada, sino un vacío constante y acostumbrado que se roba la energía y la vida desde el centro del cuerpo y que los hace diferentes a los demás. De dónde sale esa firmeza para abrir los ojos cada día y ponerse de pie para salir a enfrentar ese desafío permanente a su existencia.
Pienso frecuentemente en ello y espero un día acercarme al tema más a fondo. Hoy lo toco pensando en que, aun teniendo más de lo básico, la lucha no es fácil. Y en que si se sufre de corazón grande, cuesta disfrutar de esas fortunas pensando en el vacío de los que no las tienen, porque ese vacío, en una nueva forma, se acerca a los grandes corazones y logra colarse un poquito.
La verdad es que a veces es inevitable preguntarse por el sentido y, cuando la vida se pone muy feliz, en el fondo es un poco la espera consciente y agridulce de un dolor futuro. Vivimos, en medio de tanto sinsentido, consolados por el amor y por la propia fortuna: siempre hay alguien que sufre más. Pero el dolor ajeno es también, de cierta forma, la conciencia de lo que podría ser, de lo que nunca será completamente ajeno porque le pasa al del lado y ese podría ser yo. Es el futuro posible y por eso es difícil vivir plenamente el hoy.
Pero hoy, hoy vuelan los pájaros al mirar por la ventana y hoy están naciendo nuevas flores de colores aquí y en otros lugares, y todavía sale el sol y desaparece entre las nubes, y corren los ríos y suenan las olas en el mar. Hoy podemos adentrarnos en páginas escritas por otros más grandes que ya han entendido que, tantas veces, lo complejo está de más.
Relata Proust en la primera parte de En busca del tiempo perdido cómo al crecer empezó a sentir la urgente necesidad de encontrar algo supremamente importante, algo filosófico, sobre lo que escribir. Así llegaron su frustración y su duda sobre si él realmente podría ser escritor, hasta que se dio cuenta de que solo tenía que observar el paisaje y describirlo desde el poder y la profundidad de su mirada.
Tal vez ese vuelo de los pájaros al asomarse a la ventana sea más que suficiente.