Contesté el teléfono y, con la voz entrecortada, mi esposo me dijo que acababa de ayudar a un hombre que se había desmayado al frente suyo mientras arrastraba una carreta con limones en el centro de Medellín.
– Yo salía de una reunión caminando y vi que se desmayó. Varias personas nos acercamos a ayudarle. Le dimos comida. Era un venezolano y yo creo que se desmayó de hambre. Casi no podía hablar… –me dijo haciendo un esfuerzo y yo, que ya tenía la garganta bloqueada y lágrimas en los ojos, supe que a él tampoco le salían las palabras, que me había llamado inmediatamente para poder volver a respirar.
– Pero, ¿cómo así? ¿qué le pasó? ¿ya está bien? ¿cómo le podemos ayudar? –le pregunté, mientras sentía que se me venía el mundo encima, que la vida no podía ser así, que no tenía derecho a quejarme por nada.
– No sé, él no nos podía explicar casi nada, es que no era capaz de hablar. Y mientras le dábamos comida, vi que se le salieron las lágrimas… –silencio–. Pero lo voy a llevar a la oficina para ayudarle a averiguar cómo puede conseguir papeles a ver si le podemos dar trabajo.
Me terminó de decir eso y se creó un hueco dentro de mí que no he podido llenar. Me dijo que después habló con él con más calma, lo invitó a almorzar, y le contó que tiene dieciocho años, que llegó hace una semana a Colombia con su novia de diecisiete y con su suegra, que se levanta a las cuatro de la mañana para ir a vender limones en esa carreta, y que le pagan $15.000 pesos (4.5 dólares) al día si vende $100.000, y $20.000 si vende $150.000.
Me recorrió un calambre, como cuando uno intenta entender algo muy importante pero siente que le desborda el cerebro.
Claro, se había desmayado del hambre, de la extenuación, de la desesperanza. Si le rodaban las lágrimas, mientras luchaba porque le salieran las palabras, era porque probablemente no podía creer lo que le estaba pasando, porque se estaba dando de frente contra el mundo. Quién sabe de dónde venía o cómo vivía, y ahora estaba así, tirado en la calle de una ciudad desconocida, rodeado de extraños, con el estómago vacío, con una carreta de limones para empujar y por vender para recibir lo que no le haría ni cosquillas a ese estómago, con la novia y la suegra esperándolo en el vacío, y con el panorama borroso de quien se sabe “sin papeles”, que hoy en día es como no ser nadie, como no estar vivo, porque los vivos tienen derechos y los pueden reclamar.
Ese día mi esposo no pudo hablar de otra cosa. No hablaba casi, como si el silencio forzado del chico venezolano –casi un niño– se le hubiera entrado al cuerpo a través de las lágrimas compartidas que después me confesó que también le salieron mientras lo ayudaba. Entonces cada uno de nosotros hizo un paquete con cosas para el chico y su novia. Yo traté de pensar en distintas necesidades y saqué con cariño cosas, simples objetos, con los que quise transmitirle a ella un mínimo de solidaridad. Pensé que algunas de esas cosas probablemente no le sirvieran tanto, pero me incliné por el “mejor que sobre a que falte”. Y después me llevé la sorpresa de que la novia se había puesto feliz incluso por una libretica que le metí en la bolsa porque “necesitaba una agenda para apuntar”.
Maldita sea.
Maldita sea la posibilidad de que pase algo así. Maldita sea la posibilidad de que exista un ser humano (y los que lo siguen) capaz de vivir con las consecuencias de mandar a un país entero al carajo por sus propios intereses (hoy mencionemos a Venezuela, a Siria, entre tantos ejemplos que le hacen a uno dudar sobre casi todo).
Las lágrimas de ese adolescente obligado a ser adulto en medio de un silencio tan doloroso, en medio del reconocimiento interior de su propia tragedia, no se me salen del alma. Algo tiene que cambiar porque hay una mínima dignidad que debemos tener todos si queremos llamar ‘humana’ a nuestra especie.
Por el momento intentaremos ayudar a esta familia como podamos. Ya él tiene un celular, según le contó a mi esposo a través de un mensaje:
– Buenos días Señor Sergio, es Édgar, el que trabaja con limones.
“El que trabaja con limones”, el que no es nadie porque no tiene papeles ni un lugar del mundo seguro para vivir, entonces está obligado a convertirse en el que trabaja con limones y a describirse así para que lo identifiquen, hasta que logre ganarse la posibilidad de ser un ciudadano digno de lo básico en el sistema que hemos creado.
Maldita sea.