Son días surrealistas pero, a partir de lo que estoy sintiendo yo y de lo que veo que expresan otros, creo que son tal vez los días más reales que hemos vivido. Reales porque estamos verdaderamente viviendo cada día, analizando lo más importante minuto a minuto para tomar decisiones conscientes, proteger a los y a lo que amamos, y fortalecer las bases para que el ventarrón no lo tumbe todo.
Estábamos acostumbrados a vivir distraídos, a un afán permanente que no nos permitía respirar, pensar, mirar hacia dentro, analizar los fundamentos, valorar la vida por sí misma, sino a partir de un guion ajeno y anacrónico, que en algún momento se generalizó y se convirtió en base para todos, arrebatándonos la posibilidad de lo más ansiado por el ser humano: ser felices. Porque solo se puede ser feliz siendo fiel a uno mismo y en un planeta sano.
Esa distracción del día a día no vivido sino pasado a medias es lo que hoy tiene a tantos desesperados por estar encerrados en casa: les cuesta la vida por sí misma y les da pánico mirarse al espejo en cámara lenta, por fuera del guion del supuesto éxito (si algo no te distrae de ti mismo, lo llamas estar aburrido).
El planeta viene muriendo de a poco: sus mares y ríos envenenados y llenos de plástico, ahogando e hiriendo a los animales, que no entienden qué diablos está pasando en su casa; las selvas y los bosques ardiendo, asfixiando y quemando a sus habitantes, que huyen con los ojos desorbitados en medio del shock de esa situación surrealista que les hemos heredado nosotros; el aire convertido en veneno, transformando los maravillosos cielos azules, el privilegiado paisaje que nos había regalado la naturaleza, en telones grises y amarillentos de un espesor que intuye la tragedia…
Así, en estos días surrealistas pero tan reales, siento miedo pero esperanza: pienso que sí, el planeta venía muriendo de a poco, en una muerte lenta pero segura, en la que muchos, con el corazón en la mano y el dolor de la impotencia, veíamos un futuro negro para la naturaleza y, por ende, para la humanidad. A ese ritmo no podríamos sobrevivir porque, como tanto se ha repetido, no respiramos dinero, ni el desarrollo infinito y desenfrenado debe ser el fin de la vida ni de la sociedad, sino que para vivir necesitamos un planeta sano, respirar aire limpio, comer alimentos limpios, que haya bosques, mares, ríos, selvas y desiertos limpios y vitales, y, por la salud de nuestra esencia humana, que los animales, esos seres vulnerables que comparten casa con nosotros, vivan dignamente y sean libres en sus hábitats y en medio de ecosistemas sanos también. Ellos deben poder ser felices dentro de la particularidad de su esencia animal y nosotros, si queremos ser humanos, no podemos arrebatarles eso.
Yo veía ya mucho dolor en la naturaleza, pero hoy siento que con este grito, si nos frenó a todos en seco, es porque ha decidido no morir, porque quiere salir de esa muerte lenta y supo que no estábamos reaccionando, que sus muestras de dolor de a pocos no eran eficaces y que ya éramos expertos en poner curitas y en seguir distraídos.
El planeta no se quiere morir y eso significa esperanza, eso me hace ser optimista. Nos puso a vivir conscientemente cada día y a pensar individual y colectivamente en lo que veníamos haciendo. Es una última oportunidad de desviarnos radicalmente del camino equivocado. Hemos visto en pocos días cambios impresionantes en el medio ambiente ante la disminución de nuestra actividad frenética y demente de cada día en casi todos los rincones del mundo: imágenes de menor contaminación en los distintos continentes, delfines nadando y saltando en playas de Santa Marta y Cartagena en Colombia, aguas cristalinas con peces y cisnes en Venecia, agua transparente en el río Medellín, animales salvajes en calles de ciudades como Madrid… A su modo, la naturaleza y los animales deben estarse preguntando qué está sucediendo, por qué de repente el mundo parece distinto, ellos siempre vulnerables, dependientes de las decisiones, las necesidades, los deseos y hasta las tragedias de nosotros, tan egoístas, siempre poniéndonos en primer lugar. Me duele profundamente ver las consecuencias bonitas de esta pandemia al pensar en la infinidad de tiempo que llevamos imposibilitando esa belleza y esa naturalidad, en los años eternos que llevamos poniéndole obstáculos a la extraordinaria naturaleza… Pero, a la vez, es maravilloso comprobar la flexibilidad, la tolerancia, la paciencia y la resiliencia del planeta, que en pocos días de vernos –forzados– actuando distinto, nos ha mostrado la forma radical en la que puede empezar a sanar. Cómo no pensar que esto tenía que pasar para que pudiéramos, por fin, ver.
Paremos. Se los suplico. Sanemos. Ayudémosle a esa casa maravillosa, única, mágica que es la naturaleza a volver a respirar, a dejar en el pasado la muerte lenta, a levantarse de a poco y a devolverles el verde a las tierras, el azul a los cielos y la transparencia a las aguas, a devolverles la alegría y la vitalidad a los animales, y a que los seres humanos sigamos reconociéndonos como una misma humanidad; a seguir viviendo, en vez de pasar los días distraídos en la construcción meticulosa de nuestra propia destrucción…
Cerremos los ojos y respiremos. Sanemos. Vivamos.