La piel es la parte más superficial del vestido humano. Es lo más exterior, lo que protege, como un abrigo, lo esencial, que está muy adentro y que, a su vez, se asoma a veces para personificar esa piel a través de lágrimas y sonrisas. Solo lo de adentro transforma lo de afuera, más lo de afuera no condiciona lo esencial.
A la piel la queremos y la cuidamos también, es valiosa, resistente y es, además, preciosa: tiene tonos y texturas diversas que solo nos recuerdan la riqueza de la diversidad de la humanidad. Es decir, la riqueza de un mismo grupo, de seres que tienen lo mismo por dentro.
La piel protege, entre muchas otras partes vitales, el corazón y el cerebro, que se conectan poderosamente en ese interior maravilloso para posibilitar la existencia de seres humanos únicos entre miles de millones: únicos en su humanidad, adornados por colores y formas y gustos y saberes y sonidos que le dan forma a esa unicidad, pero que son eso, adornos, cuando de la esencia humana se trata.
El hogar no dejará jamás de ser el hogar porque se le cambien las puertas y las ventanas, o porque las paredes se pinten de otro color. El alma está en quien lo habita. Es maravilloso que la naturaleza haya posibilitado un interior profundo creando a su vez vestidos naturales que nos permitan observarnos aprendiendo y admirando la diversidad. En ese sentido no nos hizo tan ricos como a los pájaros, las flores y las mariposas, que aun con miles de variedades de formas y colores siguen siendo pájaros, flores y mariposas, pero nos dio ese vestido bonito que abriga un alma tan profunda, que jamás terminaremos de descifrar. No permitamos que el vestido nos genere frío en vez de calor, miedo en lugar de protección. Dejemos que nos abrigue como una sola humanidad.