Últimamente pienso con frecuencia en lo bonito que sería ser un árbol. Ojalá uno frondoso y lleno de hojas de colores cambiantes que se mecieran y susurraran con la llegada del viento, y de ramas atractivas para los nidos, el canto y las extravagantes exhibiciones de conquista de los pájaros.
Un árbol femenino y abierto, sería yo, acogedor de especies y formas diversas como una manera de sentirme habitada y viva, y de demostrarles a los hombres todos los días su necedad. Veo los árboles rompiendo la tierra con fuerza y trepándose a la vida, abrazando el aire y el sol y la lluvia durante años, vulnerables y dueños no conscientes de su belleza desgarradora, sin quejarse jamás por permanecer en el mismo lugar, y entonces quiero ser un árbol.
Pobres árboles testigos de la demencia infinita de los hombres, de los que están a merced, observando inmóviles la barbarie sin poder gritar ni llorar, sus raíces absorbiendo tantas veces la sangre que derraman esos hombres sobre la tierra, pudiendo hablarles sobre la naturaleza de la vida desde la quietud, el silencio y las ramas dispuestas siempre a recibir, a pesar del sonido alucinante de las sierras y las tierras arrasadas.
Aun así, pienso que se sentiría muy bien ser un árbol. Así no haría parte de la barbarie ni me preocuparía por la locación de mis raíces, por si pertenezco acá o allá, ni por la clasificación de mis frutos por parte de los hombres. Sería el mismo árbol en cualquier lugar y a nadie le interesaría discutirlo. Hoy, desde la barbarie, soy testigo consciente del dolor inconsciente de los árboles en medio del dolor enfermizo e infinito de los hombres. Cuánto mejor y más profundo sería ser ese testigo mudo y despreocupado que es el árbol, inmerso siempre en la belleza. Aun si un día me alcanzara la sierra, me habría pasado la vida observando el viaje de las nubes y la profundidad de las estrellas. Si fuera un árbol, me bastaría con estar bajo esas estrellas y con los pájaros y el viento, y no me gastaría la vida intentado probar que soy un árbol.