Hace unos días encontré un hilo de telaraña que subía recto desde el pasamanos del balcón hasta el techo, un techo alto, así que era un hilo largo aunque prácticamente invisible. Mi esposo, que es ingeniero, me mostró asombrado el único otro hilo que componía la estructura: era una diagonal en la parte baja que conectaba el hilo principal con el pasamanos. Un tensor, me explicó. “Es lo que se necesita para darle estabilidad a la estructura frente al viento, como las tiras que ves en los postes”. Y la araña lo sabe. Alucinante.
La naturaleza lo ha sabido todo antes que nosotros y de forma natural. Por eso hay tanto que aprenderle. Porque lo hace mejor y no se destruye a sí misma en el intento. Y por eso cuando quito una telaraña siento una especie de remordimiento y, de cierta manera, le pido perdón a la araña por destruir su casa y terminar en segundos con todo su trabajo. Es solo que no puedo dejar que mi casa se llene de telarañas… Siempre las prioridades humanas.
Al menos la araña, que sepamos, no concibe racionalmente la destrucción de su casa y la necesidad de volver a empezar de ceros, y cuenta naturalmente con el material y la capacidad para reiniciar la construcción. No así las personas a quienes las inundaciones, los desprendimientos de tierra, las bombas, la violencia o la incapacidad de pago dejan sin hogar, sin ese pequeño espacio relativamente seguro, de un día para otro. No así los refugiados, que son, según una explicación que leí de una madre a su hija, personas que esperan. Esperan todo, incluido que les devuelvan su dignidad.
En Beirut, a la mañana siguiente de la tragedia de la explosión de más de dos mil setecientas toneladas de nitrato de amonio, esta semana en el puerto, que dejó más de cien muertos, miles de heridos y trescientas mil personas desplazadas de sus hogares, una mujer de pelo blanco y tapabocas tocaba el piano en medio de la destrucción de su apartamento, entre escombros, polvo, cortinas y marcos de ventanas destrozadas –solo las fotografías familiares, los libros y las plantas permanecían en pie–, y con el ruido de la recolección de vidrios como fondo de su melodía. Verla tocar fue para mí un símbolo desolador de la vida y la nostalgia humana, y de ese algo que, a pesar del dolor profundo, a pesar de lo inconcebible, dicta internamente que hay que continuar.
Siempre me ha obsesionado entender la obstinación y la insistencia del ser humano en vivir, en sobrevivir aun en las peores condiciones, cuando no hay prácticamente ninguna señal de dignidad o algún asomo de felicidad. Y tantas veces se juntan las tragedias, como en el Líbano, que vive una crisis política, social y económica profunda, agravada por el coronavirus, y que ahora se encuentra con una zona de su capital devastada, como si hubiera regresado la guerra que tanto ha padecido, y debe recibir miles de heridos en hospitales saturados y algunos afectados por la explosión, así como sumar personas a la lista de gente sin hogar, en un país que ha acogido además a millón y medio de refugiados sirios y a casi medio millón de palestinos.
Hace poco, la serie ‘Peaky Blinders’ (Netflix) me dejó pensando en una escena en la que el protagonista visitaba en un calabozo a un amigo con quien había estado en el ejército en la Primera Guerra Mundial. Lo encontraba, aún joven, envuelto en una camisa de fuerza, recostado en un muro de piedra y con el aspecto de quien ha perdido la cordura. Le ofrecía una cápsula con la que podría poner fin rápidamente a aquella tortura y su antiguo amigo la rechazaba. Confundido, el protagonista le preguntaba por qué quería seguir viviendo: “Because one day it might all change”, le respondía su amigo encerrado. Porque un día todo puede cambiar.
A mí, Beirut –y Siria y Yemen y Venezuela y un montón de cosas de la humanidad– me tiene el corazón entristecido. Al mismo tiempo, hay un montón de gente que está esperando desesperada ‘que todo vuelva a la normalidad’ para volver a vivir. Sienten que este año no ha pasado, que tantos días –tantas semanas y meses– han sido humo. Y entonces recuerdo esa frase maravillosa que leí en ‘El silencio en la era del ruido’, de Erling Kagge: “Todos esos días que iban pasando, ¡quién me iba a decir a mí que eran la vida!”.
Me han dolido profundamente estos días las personas mayores, porque sí que se les escapa un trozo fundamental de la vida que les queda, llevándose a su paso la esperanza, en una etapa en la que de por sí tambalea con facilidad. «Nadie que ame la vida puede aceptar el envejecimiento», decía hace poco Manuel Vilas en su columna en ‘El País’.
Es verdad que amando la vida duele mucho más, sobre todo cuando lo primero que se experimenta del envejecimiento es ese de aquellos a quienes amamos, que además nos entrega la conciencia de lo que viene después: eso de que envejecer sea ir dejando de tomar las propias decisiones y esperar a ver si el trozo de vida que queda vale lo suficiente para que otros decidan defenderlo.
Justo a eso se refería esta semana el Manifiesto europeo para la rehumanización de la sociedad, oponiéndose a la sanidad selectiva (a que dejen morir a los viejos para salvar las vidas de los jóvenes y sanos simplemente por la edad), afirmando que sin ancianos no hay futuro y apelando al valor de todas las vidas. “La tesis de que una menor esperanza de vida comporta una reducción ‘legal’ del valor de dicha vida es, desde un punto de vista jurídico, una barbaridad”, decían.
Es justo ese valor incalculable y profundo de quien ha vivido mucho lo que me duele de la vejez. Que quien ha edificado una vida entera tomando decisiones difíciles que le han dado forma a lo que tiene por dentro ya no pueda hacerlo más, y se le reduzca al estado del prescindible, del que se puede silenciar.
Resulta bonito –y otra vez doloroso– que fuera una mujer cubierta de canas la que tocaba el piano en medio de la destrucción en esa casa la mañana siguiente a la tragedia de Beirut. Como la araña, volvía a empezar. Qué haría esa familia sin la fuerza de su melodía, sin su decisión de poner nuevamente los retratos familiares, las plantas y los libros en pie. Es la calma del que vive el trozo de vida que le queda sin esperar. La sabiduría del que tiene la certeza de que los días que van pasando son la vida.
Haciendo clic aquí pueden ver el video de la señora en Beirut.