“Es trágico que tan pocas personas posean su alma antes de morir”, dice Louise en la película I’m thinking of ending things (Netflix). ¿Cómo logra poseer uno su alma? Hay tantas imposiciones, tantos desvíos, tantas capas. Casi con certeza cada ser humano se rompe varias veces a lo largo de su vida, y cuando es una ruptura profunda, probablemente la forma del alma cambie al pegar los pedazos. El alma es flexible, diría yo, y aunque conserva su esencia, se sorprende a sí misma con su propia evolución.

Uno se acostumbra a los grandes desenlaces. Piensa que, si se ha roto fuerte, si se ha tocado fondo, solo un final enorme, como los fuegos artificiales que colorean el cielo para cerrar un año y recibir el nuevo, puede representar la conclusión, indicar el principio del cambio deseado. Pero es liberador entender que a veces el final es simplemente la transición, eso que ha ido pasando de a pocos, el día a día del año, los huequitos que se han ido llenando y que, gradualmente, van permitiendo que uno toque las nuevas formas del alma.

Como la pequeña pulpo en el documental Mi maestro el pulpo del que hablé en otro texto, que tras perder un tentáculo por el mordisco de un tiburón, pasa escondida un periodo demasiado largo y que hace pensar en un final, débil, quieta, con los ojos entrecerrados y escondida, hasta que empieza a nacerle un nuevo tentáculo, que no aparece ya grande y perfecto de un día para otro, sino que se va formando distinto a lo largo del tiempo que necesita.

Hace poco recordaba Laura Ferrero una obra de teatro de August Strindberg, El sueño, en la que después de toda una vida de desear una caja verde sin poder conseguirla, justo antes de su muerte, el hombre cansado la había recibido y había pensado con decepción y tristeza que no era ese el verde que tanto había esperado. Decía Laura que no puede uno equivocarse de sueños. Y yo añadiría tal vez que a veces los sueños sorprenden porque evolucionan en silencio y regresan en formas que uno juzga de equivocadas, equiparables al fracaso, pero tantas veces se trata de la vida dando pistas, diciéndole a uno esto era y tú no lo sabías.

Y entonces uno pega un pedazo nuevo y descubre una figura que no existía, y comprueba lo bien que se siente porque es como usar un músculo que no se había entrenado y sentir satisfacción en el dolor al día siguiente. “Dreaming is the main function of the mind” (soñar es la principal función de la mente) dice esa canción preciosa que es ‘The four agreements’. Se sueña permanentemente, dormido y despierto, se vive soñando. Soñar es no dejar de utilizar la vida, de romperse y volver a pegar pedazos adivinando formas ojalá más cercanas al propio origen, que es tal vez el mayor sueño de cada uno: deshacer todas esas capas que se han formado con las imposiciones, los desvíos y los miedos, intentar reafirmar si lo que se quiere sí es esa caja verde.

“Me asaltan ideas todo el tiempo, pero solo me quedo con las que me atormentan”, le reveló hace unos días el escritor Ted Chiang al diario El País en una entrevista. Tal vez en su evolución, rompiéndose, el alma vaya aprendiendo sobre lo que la atormentan y sobre lo que la hace soñar, para abrazar las dos cosas. “Supongo que es un alivio ver que alguien sigue soñando”, dice también Chiang en la entrevista.

A veces un rompimiento aterrador no se resuelve festivamente con el final feliz más predecible, con la luz que dibuja perfectamente el final del túnel, sino con pasos definitivos hacia la libertad, para la que no hay una puerta sino un camino que se dibuja de a pocos, en sueños, y en donde se está más cerca de poseer el alma, que es quizá la forma más humana de felicidad.

@catalinafrancor
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