Un pájaro carpintero acaba de construir su casa en un árbol frente a nuestro balcón: un huequito redondo casi perfecto por el que se asoma y mira hacia los lados, analizando su próxima movida o contemplando el paisaje, qué vamos a saber.
Verlo asomado esta mañana, martillando adentro y luego sacando la cabeza para deshacerse de la basura, es decir, dándole los últimos toques a su nueva casa, vecina mía, fue un descubrimiento esperanzador: supe de inmediato que sería fuente de alegría para cada uno de mis días, que estaría atenta a sus movimientos para contemplar su belleza, imaginarlo dentro y deleitarme entendiendo su comportamiento.
“Si el hombre no pudiera soñar estaría loco”, dice Paul Auster en La invención de la soledad, y yo sé que visitar diariamente al carpintero me hará soñar con una frecuencia extraordinaria.
Primero lo observé a simple vista, vi su copete rojo y cómo salía disparada la madera desmenuzada cuando agitaba la cabeza con ella en el pico para botarla. Después, con los binóculos, pude ver mejor su cuerpo mostaza y me di cuenta de que el hueco era preciso para su tamaño (antes, desde lejos y sin ayuda visual, el cuerpo se me confundía con el árbol y parecía que le sobrara espacio al asomarse).
Pensé entonces en cómo distorsiona a veces la distancia, pero también en cómo, tantas otras, hay imágenes que, aunque solo podamos ver desde lejos, se convierten en la única posibilidad de dibujar algún hecho para conocerlo mínimamente o para evocarlo de forma borrosa.
La semana pasada mi mamá encontró una foto en la que su padre me cargaba cuando yo tenía unos dos años. Mi abuelo tiene puesto un gorrito que era típico en él y sonríe, sus manos casi alcanzan a rodear por completo mi barriga, sosteniéndome con delicadeza, y yo tengo mis manitos puestas en un tubo metálico, pero se nota que no me agarro con fuerza, y mi sonrisa muestra la tranquilidad y la confianza que siento mientras estoy entre las manos de mi abuelito, con quien compartiría, en vida, solo tres años más.
“Con el amanecer desaparece la lluvia, y también la revelación”, dice Sara Mesa en Un amor.
Agradezco esa foto, esa imagen que me permite contemplar mi niñez a su lado después de lo que se siente como infinitos amaneceres en su ausencia. Qué se iba a imaginar él cuando me cargaba y sonreía frente a la cámara que yo descubriría el resultado de ese momento treinta y cuatro años más tarde y volvería a mirarlo casi todos los días para pensar en él y evocar lo que nos producían esa sonrisa y esa delicadeza a los dos.
“Su abuelo le contó que había comenzado a recordar su vida (…) La memoria era lo único que lo mantenía vivo, y daba la impresión de que intentaba resistirse a la muerte durante el mayor tiempo posible solo para poder seguir recordando”, dice también Paul Auster en La invención de la soledad.
Yo sigo recordando, mucho más borroso. Pero esta imagen, así sea en la distancia, define en cierta medida esas siluetas. El pájaro carpintero que ahora mismo oigo martillando, puliendo esa casa que lo protege a él y me nutre a mí, y cuyo sonido hace que, sin levantarme de la silla, en mi mente se dibujen sus movimientos, su copete rojo y también su cuerpo mostaza y su pecho crema salpicado, que en un momento anterior logré ver de cerca, y la forma en la que a veces me mira de frente desde su ventana, me hace pensar que tal vez me contemple también así mi abuelo, más de treinta años después, desde la suya.