En Colombia somos ricos, el problema es que nos matamos. Nos despertamos cada día en medio de una abundancia de vida y belleza que, de alguna manera, en vez de hacer que, deslumbrados, las protejamos a toda costa, parece haberles rebajado su valor en este mundo tan pendiente de la oferta y la demanda de todo, de ganar algo siempre, por encima de la vida, que se aferra con las uñas a ver si la vemos.

Basta con observar la naturaleza, por ejemplo a los pájaros, para entender el valor que tiene la vida naturalmente para una especie. Estos primeros meses del año he tenido el privilegio de contemplar de cerca el proceso de una familia de pájaros carpinteros que hicieron su nido en un árbol frente a mi balcón.

Identifiqué el nido cuando empecé a oír el martilleo permanente: el pájaro adulto se turnaba con su pareja para pulir la redondez del agujero en el tronco de un pino, así como los detalles internos (que me quedé con las ganas de ver), trabajando más de doce horas al día entre picotear y botar el aserrín que iban produciendo. El uno martillaba un rato y después de tirar los deshechos llamaba al otro, que inmediatamente llegaba al nido relevando al primero, que volaba. Poco a poco empezaron a martillar con menor frecuencia, pasando más tiempo por fuera, asumo que buscando alimento (creo que comieron muy poco mientras construían el nido).

Una mañana oí un ruido muy particular y corrí a mirar por los binóculos: habían nacido los bebés y chillaban al recibir a papá o mamá que llegaban con alimento. Siguieron días de gran trabajo de los padres en busca de comida para llevarles a los carpinteritos con muchísima frecuencia. El adulto alimentaba a los bebés desde el exterior del nido, después entraba y recogía la basura durante algunos segundos para luego asomarse con ella en el pico, revisar las condiciones exteriores y salir volando a botarla lejos.

He visto crecer estos pajaritos, que ya hoy tienen sus plumas de colores. Imitan el canto con el que se llaman los adultos y se asoman sacando medio cuerpo del nido para descubrir ese mundo al que pronto saldrán a volar. Desde ya son exigentes con sus padres: chillan cada vez más duro y con más frecuencia, y no miden la fuerza con la que picotean cuando les llevan el alimento, todavía muchas veces al día.

Hay una gran belleza en el proceso del que he sido testigo. Admiro a estos pájaros que trabajan incansablemente para construir su hogar en las mejores condiciones posibles y después sacar adelante a sus polluelos, enseñándoles todo lo que deben saber. Leía hace poco en El ingenio de los pájaros, de Jennifer Ackerman, que las aves tienen una inteligencia asombrosa que hoy se estudia más que antes: su cerebro es grande en comparación con el tamaño de su cuerpo, pero no es solo la dimensión, sino la concentración de neuronas en zonas clave lo que hace de los pájaros seres maravillosos que tienen comportamientos comparables con los de los chimpancés.

Hablaban en el libro de cómo la infancia prolongada, es decir, los pájaros que no nacen casi listos para independizarse, sino que deben permanecer en el nido durante semanas o meses recibiendo el alimento y cuidado de sus padres, tienen un mayor desarrollo del cerebro en ese periodo por lo que después se consideran aves ‘más inteligentes’. Así como los seres humanos, para quienes esa infancia prolongada es tan importante, por lo cual los niños que dejan de ser niños temprano al verse obligados a trabajar, por ejemplo, o que no reciben la nutrición adecuada cuando se está formando su cerebro, tienen dificultades particulares en su desarrollo.

Las aves guardan alimentos en distintos sitios, distribuidos en decenas de kilómetros, y después recuerdan esos lugares y qué alimentos dejaron primero o se dañan más rápido para recuperarlos antes que los demás, y también vuelan miles de kilómetros con una orientación imposible para un ser humano sin sus herramientas tecnológicas. Son las maravillas de los distintos tipos de vida que abundan en la naturaleza.

Hace unos días trabajaba sobre un sofá cuando una libélula azul rey se posó a mi lado y se quedó quieta mientras la observaba fascinada y le tomaba una foto para recordar su belleza. Al rato la vi desesperada luchando contra un ventanal alto del que no podría escapar, agotada o sin poder alimentarse por demasiado tiempo. Entonces pensé en el milagro de su vida azul, pequeña y distinta, en su tranquilidad cuando la contemplaba y en cómo podía honrar ese segundo encuentro. Así que hice un operativo de suma de herramientas para poder llegar tan alto y logré de nuevo su confianza para que se montara a la vara que le ofrecí. Entonces la saqué y la vi volar, azul, libre, viva, agradecida.

Leí también esta semana sobre la preocupante situación de la salud mental en distintos países y pensé que sí, que la existencia es difícil, que a veces el cansancio se siente infinito y que se suman muchos hechos para que el futuro parezca más oscuro. Pero recordé el nido de los carpinteros, la libélula azul y todos los colores y la vida que representan. Si tan solo supiéramos contemplarlos para protegerlos, para amar la diversidad, la belleza, la abundancia. Si esa abundancia fuera en contra de cualquier costumbre e hiciera que aumentara su valor, que no estuviéramos dispuestos a perder ni uno solo de sus detalles. Si en vez de matarnos nos dedicáramos a celebrarla.

@catalinafrancor

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