Siempre me dejan pensando las ambulancias a su paso. Me queda una mezcla de angustia y esperanza. Angustia por el afán ruidoso, desesperado y caótico de ese intento por salvar la vida que se escapa. Esperanza por comprobar, cada vez, cómo los demás creamos rápidamente el espacio, aunque parezca imposible, moviéndonos en medio de atascos para que no se escape la vida de ese desconocido a quien solo podemos acercarnos a través de la empatía, del dolor compartido en la distancia por el hecho de ser humanos, de podérnoslo imaginar.
Entonces pienso: ojalá así fuera todo. Ojalá mostráramos esa empatía con más frecuencia, entender que, al otro, en medio de sus circunstancias únicas, le duele, lucha como puede. Que podría ser mi madre, podría ser yo. Que esta vez, por suerte, no lo es, no lo soy, pero podría ser. Al paso de una ambulancia no pensamos “si le dio un infarto era porque se alimentaba mal y no hacía ejercicio” ni nos quedamos quietos porque no es con nosotros. Somos solidarios con la desventura del otro sin ahondar en razones.
Hace unos días cayó un aguacero fuerte por la noche en una playa colombiana. En la región estaban esperando el agua, que hacía falta. Y de noche se sentía ese sonido maravilloso de las gotas golpeando las hojas de las palmeras, mientras estábamos confortables y protegidos en la cama. Siempre celebro esa sensación en voz alta, pero me sigue un pensamiento sobre a cuántas personas estará afectando la lluvia, quién estará pasando frío, incluso pienso en los nidos sobre los árboles…
La mañana siguiente una mujer que vivía en la zona y con quien teníamos contacto diario llegó sonriente como de costumbre. En medio de la conversación nos contó que vivía en una casita de paja y que se le había entrado el agua por la noche, pero que no había problema porque solo se le había mojado un mueble con ropa, que ya había limpiado la mitad y que al día siguiente terminaría. También nos encontramos un pichón de azulejo que se había caído del nido (aunque logramos ponerlo a salvo y que los padres lo siguieran alimentando).
Qué fortuna tan silenciosa la que domina algunas vidas. No hace ruido y por eso casi no nos damos cuenta. Pero hay que salir de la burbuja con más frecuencia para conocer, entender y sentir mejor el mundo. Me gusta un ejemplo sobre los idiomas: cuando se nace en el país de las oportunidades, en donde casi todo funciona, prácticamente no se mira para afuera, y por eso en lugares como Estados Unidos muchas personas no se interesan, por ejemplo, en aprender otro idioma. ¿Para qué? En cambio, cuando se nace en sitios con circunstancias distintas, intentamos explorar cómo es lo demás, dónde hay mejores oportunidades, qué idiomas nos pueden ayudar a crecer. Y qué montón de posibilidades vienen con eso.
Aunque incomode, mirar afuera, salirse de la propia burbuja, siempre amplía la mente. Y aún más si partimos del privilegio, que tantas veces anestesia. Intentar pensar en la situación del otro y sentirla a través de la empatía que posibilita el hecho de ser humanos es lo que nos permite que tenga más fuerza la esperanza que la angustia, no solo cuando pasa una ambulancia, sino en lo más profundo de la vida.
En esa misma playa casi desierta de turistas en estos tiempos extraños, un vendedor de tatuajes temporales que cargaba su tabla de muestras bajo el sol se detuvo al ver al hijo de tres años de la mujer de la casa de paja. Paró, descargó su tabla en la arena, le mostró las posibilidades al niño y le puso en la barriga el tatuaje que escogió. Todo en silencio, ante la sonrisa callada de la madre, hasta que el pequeño salió corriendo con la panza pintada y el señor volvió a cargar su tabla para seguir el recorrido bajo el sol.
Es la empatía, aun en el que menos tiene, como un deber moral y humano en el que no hay que parar a pensar, sino actuar. Como cuando pasa la ambulancia y, aunque no haya espacio, nos movemos inmediatamente. Es lo que hay que hacer.
Empatía, siempre.