El sol arde sobre la represa de Guatapé. Distorsionamos el espejo que forma el agua al entrar en una bahía recluida, preciosa, en la que reinaba el silencio. Descubrimos una pequeña barca de pescadores cerca de una orilla. ¡Maldita sea!, han de pensar, porque al romper el espejo seguro también espantamos los peces, que esa tarde están escasos.
Avanzamos lo más suavemente posible y, a pesar del malestar que podemos causar, levantamos la mano para saludarlos. Responden con el mismo gesto, sin mucho entusiasmo. Nos detenemos en otra orilla y el espejo se va recomponiendo. Vuelve la calma absoluta, aunque al parecer no los peces. La barca recorre su orilla despacio y cada vez está más cerca. Les preguntamos cómo va la pesca y dicen que mal, no ha picado nada y ya va más de la mitad del día. Les ofrecemos un paquete de maíz tostado y se acercan para recibirlo, agradecidos. Se ha borrado un poco la distancia.
– Hay días muy malos y cada vez hay menos pescado. Las redes acaban con todo. Y el clima también ha cambiado mucho. Antes el sol no era así. Todos esos cultivos lo han hecho cambiar… —nos cuentan, serios.
Uno es joven, el otro tendrá entre cincuenta y sesenta años, aunque en el campo uno nunca sabe. El joven se come un maíz tras otro y yo me alegro de habérselos dado, porque al principio dudé de que les gustara, pero era lo que teníamos.
– Nunca lo había probado —nos dice. Y sigue comiendo sin parar.
Conversamos sobre lo bonita que es la represa y les preguntamos de dónde son. Nos cuentan que van en moto desde San Vicente y le alquilan esa barquita a una señora. Así que hoy, que no han pescado, van perdiendo el transporte y el alquiler. Y siguen ahí, al sol.
– ¿Y entonces ustedes le regalan pescado a la señora?
– Qué va, la señora es de las que pesca con red. Antes ella nos debería dar, pero no nos da —y vuelven al silencio, todavía serios.
Solo tenemos dos cervezas frías, pero no se me ocurre un mejor destino en el universo que esos pescadores que se van rindiendo en esa jornada ardiente.
– ¿Les gusta la cerveza?
Se dibuja por primera vez una sonrisa. La reciben y la destapan en segundos. Les pedimos que por favor se lleven con ellos las latas y el paquete, para no ensuciar la represa.
– Pues claro, son los turistas los que tiran toda la basura. Y los ricos, los que llegan y cortan todos los árboles para construir. Si esto no fuera reserva, estaría arrasado —aseguran, dándole un trago a la cerveza y un respiro a la pesca durante algunos minutos.
– Nosotros queremos y cuidamos mucho la naturaleza. Nos duele cuando la maltratan… —les decimos.
Los vemos cambiar, mirarnos con otros ojos.
– Si todo el mundo fuera como ustedes, sería una belleza —afirma el joven, que era el más serio.
– Hay que cuidar este paraíso. Es que ustedes trabajan en un paraíso…
– Sí, es muy bonito y el campo es muy bueno, pero también es más duro. En la ciudad uno gana más. En el campo gana lo justo para comer y a veces no le queda ni para el fresco…
Yo me retuerzo pensando en cuánto nos demoramos en sacar esas cervezas. Pero me alegra ver las caras más relajadas, ya no sentirnos como un estorbo, sino como cuatro personas conversando sobre la vida.
– Antes uno veía nadar el ganado, era bonito. Yo hace mucho no lo veo ya nadar. ¿Usted ha visto nadar el ganado? —le pregunta el joven al otro.
– Sí, claro, antes lo veía cruzar nadando de una orilla a otra, todos en filita —
– Qué bonito sería verlo —les decimos.
Terminan la cerveza y hay un silencio prolongado, hasta que recogen y prenden el motor.
– Hasta luego, mi Dios les pague —
Nos despedimos y salimos despacio de la bahía. Les voleo la mano y el más viejo, como un niño, me responde igual. Es el espejo de la vida. Y me hace sonreír.