Desde niños nos enseñan a tomar café. Vivimos en un país que se precia de su grano y cada vez que llegamos donde alguien, nos ofrecen un café. En la casa de alguien, en las oficinas, en los eventos, fiestas y funerales, siempre nos dan un café. Así, durante nuestra vida, tomamos más café gratis que el que pagamos.
Aún no sé cual sabe más rico, si el que nos regalan o el que regalamos, porque en el fondo el saber de cada uno de ellos lleva impregnado mucho de nosotros mismos: si lo hicimos, sabrá a la manera como nos gusta el café, quizá suave o aguado, cargado y aromático, con leche o azucarado, en pocillo grande o tintero.
Esa hermosa ceremonia que tenemos, es tan cotidiana que no le damos importancia y no nos fijamos en la cantidad de detalles que tiene por detrás, como el color de la taza, el plato, la bandeja, el azúcar. Y sin querer parecerse a la ceremonia del té, inglés o japonés, la tradición de regalar un café, un tintico o un perico, es mucho más poderosa de lo que pensamos, porque habla de nosotros, de lo que somos, de cómo compartimos y somos generosos, de cómo recibimos y disfrutamos de lo ofrecido.
El mundo de ese café que regalamos y nos regalan ha salido de la casa. Desde hace muchos años la gente iba a cafetines a tener gratas tertulias sobre política económica, y hoy amigos y enamorados se encuentran, a sentir el calor de una tasa café y la ternura grata de una conversación.
Muchos de nosotros, tenemos un ritual íntimo con el café: cuando nos lo traen, lo abrazamos con las dos manos, como abrazamos a un hijo, a un amigo, a un amor, recibiendo su calor y ternura, y como por acto de magia, cerramos los ojos y dejamos que el olor nos embriague lentamente.
Por eso los invito, no solo ofrecerle un café a las personas con las que están y quieran estar, sino a recibir ese café que nos ofrecen, porque no es solo una taza de café, sino un mundo de cariño a la colombiana.
Por si le interesa, ayer escribí sobre por qué a Estados Unidos les conviene el proceso de paz