Por tercera vez, en menos de 30 años, vuelvo a sentir la impotencia de un robo. De nuevo, experimento la frustración de conseguir mis cosas con tanto esfuerzo, para que, en menos de un segundo, otros se ‘hagan su agosto’.
No sé si fue un error tomar un bus en vez de un Transmilenio; ir al centro de la ciudad -estigmatizado como uno de los puntos neurálgicos de delincuencia común-; o perder, por un segundo, la mirada en mi cartera. Salí de mi lugar de trabajo con celular y billetera y volví sin ninguno de los dos.
Fui a almorzar al centro de la ciudad con una amiga. Después de un rato, decidí devolverme a trabajar. Caminamos hasta la carrera Décima y paré un bus que, recuerdo, cubría la ruta Calle 26- Avenida 68- Barrio Las Ferias. Desde que me subí y, en menos de veinte minutos, se subieron dos vendedores ambulantes. Guardé el celular en mi cartera y la cerré, para evitar un susto.
A pocos segundos de llegar a mi destino, sobre la Calle 26, recibí un mensaje. Abrí la cartera, revisé y respondí. En una carrera contrarreloj, lo guardé nuevamente pero olvidé cerrar por completo el bolso.
El bus estaba lleno –raro, para ser las dos de la tarde-, pero como pude me dirigí hasta la salida, cruzando por un estrecho pasillo escoltado a lado y lado por otros pasajeros (o quizás, miembros de la misma banda delincuencial).
Al llegar a la puerta, un hombre de ojos verdes (lo recuerdo muy bien), con canas y que vestía una gorra, tocó el timbre por mí. Le agradecí, pero el conductor no frenó. El tipo no había timbrado, en realidad.
Tomé mi cartera, como pude, y presioné de nuevo el botón. En la puerta estaba el mismo hombre, quien me preguntó si estábamos en la Avenida 68; le dije que no. Entre empujones, descendí del bus.
Metí la mano en la cartera y no sentí el celular. Empecé a buscarlo en todos los bolsillos posibles. No estaba. Intenté encontrar mi billetera… también me la habían robado.
-Qué estúpida fui al perder la atención por un segundo- me reproché. En ese momento ya nada se podía hacer: les había dado un regalo doble, con un mínimo esfuerzo y yo, sin celular ni papeles, lo único que podía hacer era llegar a la oficina, bloquear las tarjetas de crédito, la línea telefónica y hacer la denuncia.
Me dejaron incomunicada e indocumentada. Y es que no es solo el robo, es caer en la absurda ‘tramitomanía’ para sacar el duplicado de la cédula y la licencia de conducción, es pagarle a los bancos la reexpedición de las tarjetas de crédito, cuyo costo es de 22 mil pesos cada una ¡Qué abuso! Es seguir trabajando duro para comprar un celular, pero no comprar el más caro porque “es más atractivo para los ladrones”.
Y más que eso, es volver a sentir que uno está en un ciudad en la que la palabra seguridad es una utopía, mientras los gobernantes se jactan diciendo que –según las encuestas- la percepción ciudadana de seguridad subió, basada en no sé qué estudio de fantasía.
Es pensarla para volver a ir a una zona de la ciudad determinada, coger un bus urbano o sacar el celular en la calle, por temor a que la próxima vez no solo sea la ‘chalequeada’ o el ‘cosquilleo’; sino también, una amenaza con un arma letal.
Es, aunque no es el orden de las cosas, sentir arrepentimiento de haber ‘dado papaya’. Como si el único culpable de esta situación fuera el ciudadano. Qué tristeza.
Con este tipo de hechos, no juzgo a aquéllos que, por más sectario que suene, piensen en la limpieza social como la solución a la inseguridad de la ciudad; u otros, que deciden tomar la justicia por cuenta propia y los videos caseros con nombres como ‘Ladrón es linchado por robar’, siguen ganando la aprobación de la gente.
Y es que un país en donde el sistema penal castiga al ciudadano por actuar en defensa propia, mientras el ladrón es premiado con tan solo unas noches en el calabozo; los delincuentes seguirán pensando que la salida fácil siempre será la mejor opción, mientras los ciudadanos de a pie seguimos trabajando para mantenerlos. Qué lejos estamos.
En Twitter: @AnaLuRey