Acostumbrados a tener los ojos en frente de una pantalla, olvidamos qué es vivir en la vida real; nos atamos, bajo voluntad propia, a una notificación y aceptamos que otros tomen el control de nuestras vidas.
Estuve casi tres semanas sin celular, debido a un robo. Y, si bien, sentí mucha rabia en el momento, creo que el tiempo que permanecí incomunicada me abrió los ojos. Tal vez la historia a continuación le pueda parecer conocida:
Desde que usted se levanta es inevitable no tomar el celular así sea porque es el único medio que tiene para despertar en las mañanas. En ese momento empieza una esclavitud pasiva que termina hasta que se va a dormir.
Llamadas, notificaciones, correos y chats, que se terminan convirtiendo en una obligación diaria y que si no responde es sinónimo de problemas ya sea con su familia, amigos, pareja y, claro está, en la oficina.
Se da cuenta de que su chat de Whatsapp es lo más impersonal que existe. “Oficina”, “Familia”, “Proyecto”, son algunos de los nombres que usa para nombrarlos y en los que, sí o sí, debe participar así no quiera o pueda. El sonido es insistente, no para y, muchas veces, lo único que desea es silenciarlo.
Los correos llegan todo el tiempo. Ya no tiene excusa alguna para responderlos después. Su vida personal no existe y su vida laboral no se limita a las ocho horas de trabajo. Lo urgente no deja tiempo para lo importante.
Se ha dado cuenta de que sus amigos ahora no lo llaman como antes. La bonita costumbre de hablar durante horas por teléfono se quedó en el cajón de San Alejo y los encuentros ya no son tan emocionantes.
Los saludos de cumpleaños se quedan en notificaciones de Facebook y usted se da cuenta de que aquéllos que lo llaman son los verdaderos amigos, que no necesitan un aviso para acordarse de ese día especial.
Parece que, para algunos, tener la mirada fija al celular es mucho más interesante que mantener una conversación física. Y usted se da cuenta solo cuando es el único que sale con un grupo de gente que lo hace. La peor enfermedad de la sociedad moderna.
Y quizás sea porque el celular le aliviana el peso de lidiar con la vida real, de mirar a desconocidos a los ojos en el transporte público, de irse de un lugar en el que no quiere estar, de huir de sus propias emociones.
Es esa droga que se inyecta todos los días y que no quiere dejar de usar. Es tan adicto a ella, que el día que sale de su casa sin aplicarla cae en un síndrome de abstinencia.
Usted es esclavo de una máquina que se ha encargado de dañar relaciones de pareja, grandes amistades y ha debilitado sus relaciones familiares. Vive en torno a lo que pasa en un mundo irreal y al placer que este ofrece, pero cuando se choca con la vida, siente una narcodependencia más fuerte que la del peor de los drogadictos.
Triste basar el amor en una notificación de un chat o de publicar una foto en Facebook. Triste salir con amigos que, sin respeto alguno, cortan conversaciones maravillosas por una llamada. Triste que un chat reemplace al valor de escuchar la voz de un ser amado.
Somos esclavos de un celular que no nos ofrece más de seis horas de batería y que, poco a poco, sin darnos cuenta está tomando el control de nuestro tiempo.
Los momentos que en realidad quedan en la memoria no suceden en torno a una máquina.
En Twitter @AnaLuRey