Desde pequeños nos enseñaron que demostrar lo que sentíamos era incorrecto, que era solo de personas débiles.
No nos permitieron ser, no nos dejaron mostrar la arista más vulnerable de nuestra humanidad, algo que debería ser considerado tan natural como el acto mismo de respirar.
«Los niños no lloran», les dijeron alguna vez a los hombres inseguros de hoy. «Las niñas son delicadas, ellas sí pueden hablar sobre sus sentimientos», les dijeron a las mujeres de ahora. Algunas de ellas crecieron pensando que los hombres tenían que ser los protectores, los fuertes, los defensores; mas no los compañeros de vida.
Y es que, si bien nacemos sin etiquetas, es la sociedad la que las impone. Entonces, el ser humano que solo quería ser, ahora tiene una categoría según quien es, según sus gustos, su perspectiva de la vida y, peor aún, lo que siente.
‘La loca’, ‘el dramático’, ‘la celosa’, ‘el tóxico’: etiquetas creadas con base en un acto tan humano, pero a la vez con tantos juicios de por medio: expresar las emociones.
Y es que decir lo que se piensa o se siente, incluso usando las mejores técnicas de inteligencia emocional, lo puede meter a uno dentro de una etiqueta con una connotación negativa.
Estereotipos que nos enseñaron en los primeros años de vida y que los tenemos insertados en nuestra mente, día a día. Etiquetas que nos definen ante los demás y son peores que tener un crédito impagable con un banco.
Qué ironía que en los primeros años de vida sea más importante aprender el orden de los planetas, las operaciones matemáticas y la estructura de una oración; pero que la educación emocional se deje a la deriva.
Entonces, la adultez llega como un caos tan abrupto como inexplicable, pues ningún conocimiento matemático nos enseña cómo sentir, cómo comprender y aceptar nuestras emociones.
Algunos deciden no expresarlas por temor al rechazo; otros las expresan pero se les olvida hacerlo con asertividad. Así, vivimos con los demás en un laberinto sin salida y lleno de suposiciones y malos entendidos.
Y por ende, las relaciones humanas se vuelven casi imposibles. Entre nosotros mismos hacemos todo complicado. Y entramos en unas dinámicas sociales tóxicas de las que no es fácil salir. Es por eso que nos seguimos preguntando el porqué los lazos de pareja son tan difíciles de establecer y, sobre todo, de mantener. Ahí está la respuesta.
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¿Por qué no enfocamos el aprendizaje de los niños en la educación emocional antes que, por ejemplo, en saber contar hasta 10 o en conocer de historia u ortografía? En un mundo tan caótico como el de hoy, necesitamos más adultos sanos emocionalmente; no más exitosos.
Buscamos, como si fuera una aguja en un pajar, relaciones que aporten, que construyan, que sean duraderas. Pero eso sí, mejor no expresar las emociones en el proceso, porque qué pensarán de nosotros; cuando, a la final, sentir es la base inherente de estas.
En Twitter: @AnaLuRey