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Enhorabuena, la Corte Constitucional tumbó una ley que el Congreso de la República había tramitado a la ligera para regular nada menos que el acceso de los colombianos a Internet, el invento más importante para la propagación del conocimiento desde que Gutenberg perfeccionó la imprenta. 

La iniciativa conocida como la #LeyLleras2, había sido objeto de gran oposición por sus profundas implicaciones con respecto a los libertades fundamentales a la expresión y a la enseñanza, aprendizaje, investigación y cátedra que consagra la Constitución, además de los efectos contraproducentes que se anticipaba tendría a la hora de fomentar la innovación cultural y científica, el objeto de toda legislación de derechos de autor.
Repasemos el origen de los mal llamados «derechos» de autor. En efecto, éstos son privilegios económicos concebidos hace siglos con el propósito de fomentar la innovación. En la edad media, el conocimiento era un bien escaso. Con la llegada de la imprenta, las iglesias y coronas de Europa quisieron incentivar la creación y difusión de textos para expandir su influencia. Pero en esa época, realizar una obra creativa implicaba altos costos de investigación, preparación y difusión. Debido a las limitaciones tecnológicas de ese entonces, el trabajo de los autores estaba muy desprotegido. Como incentivo, los gobiernos decidieron otorgarles un monopolio sobre la reproducción de sus obras para que así pudieran recuperar su inversión y gozar del fruto de su trabajo.
Con el paso del tiempo, esa protección se ha ido ampliando para incluir nuevos medios de expresión creativa. El esquema ha sido muy exitoso a la hora de fomentar la innovación y el desarrollo cultural, generando inventos revolucionarios e industrias millonarias en el proceso. Sin embargo, con la llegada de Internet, las bases económicas sobres las cuales se construyó el sistema se están derrumbando.
Antes, en términos económicos, una obra era un «bien privado» porque el uso de una obra por parte de una persona implicaba que otra no la podía usar al mismo tiempo. En contraste, hoy el contenido es hoy un «bien público» semejante al aire porque el uso por parte de una persona no impide el uso simultáneo por parte de otra. Hoy, con el invento de la copia digital, muchas personas pueden compartir y usar textos, fotos, música y videos al mismo tiempo sin restringir el acceso de los demás a la obra.
Esa sutil distinción, por simple que parezca, cambió todo a la hora de pensar en políticas para fomentar la innovación cientifica y cultural. En lugar de ciegamente extender un marco jurídico anacrónico a Internet, debemos formular políticas para los tiempos en los que vivimos y el futuro que viene.
Cada día, millones de personas tienen acceso a la mayor fuente de conocimiento y cultura en la historia de la humanidad. Internet no solo nos permite compartir millones de ideas, textos, fotos, música y videos desde rincones opuestos del planeta, también nos brinda la oportunidad de consultar y actualizar la enciclopedia más completa que hemos creado, así como de viajar a destinos lejanos para expandir nuestro mundo sin salir de casa. Reconociendo su enorme potencial para contribuir al desarrollo de la humanidad, cada vez más líderes intelectuales e instituciones académicas están abriendo sus puertas al mundo y compartiendo su conocimiento libremente.
Gracias a estos avances tecnológicos, nunca ha sido tan facil investigar y económico, producir, publicar y difundir una obra creativa. Lo que antes requería de gran capital para asegurar una producción especializada, canales de distribución y campañas de mercado, hoy lo puede hacer un individuo a un costo relativamente bajo con una conexión a Internet. Además, hoy los autores cuentan con más libertad que nunca para darse a conocer y negociar individualmente su público (ver caso Radiohead), sin depender de intermediarios. Por todo lo anterior, las justificaciones que alguna vez existieron para otorgar privilegios de protección a los autores están desapareciendo.
Pero como todo cambio revolucionario, éste enfrenta oposición de intereses arraigados. Diversas agremiaciones de intermediarios que hoy controlan las industrias culturales (casas disqueras, industria de entretenimiento, etc.) están alarmadas y han organizado un poderoso cabildeo mundial para proteger sus privilegios y el status quo. Incluso ha realizado absurdas campañas que buscan asemejar a la libre difusión de la cultura y el conocimiento con crímenes tan bárbaros como la piratería. Ese cabildeo, que llegó a España por medio de la Ley Sinde, a Francia por medio de la Ley Hadopi, a los Estados Unidos por medio de SOPA y PIPA, llegó a Colombia por medio de la Ley Lleras.
El punto es que en el mundo de hoy, la innovación cultural es cada vez menos producto del régimen de derechos de autor y cada vez más del libre flujo de contenido, así como del deseo y la habilidad de millones de usuarios de Internet que quieren compartir y colaborar. De lo contrario, ¿cómo explicar que haya más de 150 millones de blogs sin ánimo de lucro y que pasemos varias horas al día interactuando y compartiendo ideas, fotos, canciones y videos por medio de diversas redes sociales? Todos queremos aprender, enseñar y darnos a conocer. Si somos buenos, el éxito llega por la calidad de nuestro trabajo y con ello llegará la remuneración que determinen los usuarios en transacciones voluntarias con los autores.
Es evidente que en un mundo interconectado de cerca de siete mil millones de habitantes debemos replantear el esquema de incentivos para fomentar la innovación. Mientras el esquema de privilegios de autor generó innovación a un ritmo lineal, uno basado en el libre flujo del conocimiento podría generar innovación a un ritmo exponencial. Por eso, condicionar el acceso mundial a Internet a la perpetuación de modelos de negocio obsoletos y excluyentes es mala idea. En vez de erigir más barreras que distorsionan el libre mercado para proteger los intereses particulares de poderosos gremios, los gobiernos deben estudiar como derrumbarlas para democratizar el acceso al conocimiento y lograr que la humanidad entre a la era de la ilustración digital.
@CamiloDeGuzman

Nota Bene: el caso de Aaron Swartz, emprendedor y activista de Internet que se suicido la semana pasada con tan solo 26 años, demuestra el despropósito de montar persecuciones criminales desmedidas. Swartz promotor de varias iniciativas para democratizar el acceso al conocimiento y promover la transparencia, enfrentaba hasta 50 años de cárcel en un juicio penal que el Estado de Massachusetts adelantaba en su contra por descargar y compartir miles de artículos académicos, a pesar de que JSTOR, entidad propietaria del contenido, había desistido de toda acción legal en su contra.

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