Por A. Moñino

Probablemente con algo de la ficción propia que tienen los recuerdos, pero no por ello sin un asidero real, recuerdo que en los años ochenta y comienzos de los noventa, cuando vivíamos con mi familia en el oriente de Bogotá, arriba donde se podía ver parte de la ciudad desde la ventana del apartamento, era común disfrutar de todos los colores del atardecer bogotano pero también padecer los hongos de humo de las bombas, tan frecuentes por la época.

Desde la ventana recuerdo a mis papás diciendo “otra bomba” y no precisamente de las de fiesta, y casi era rutina no sólo ver los hongos de humo cada vez más habituales, sino escuchar las noticias de última hora anunciando atentados, políticos muertos y miles de huérfanos y viudas cuyo responsable casi siempre tuvo el mismo nombre: Pablo Escobar.

Sin duda, sobre este hombre se forjó un mito e incluso adoración, motivada por algunos regalos como casas o plata, vaya uno a saber, pero sustentada por ese criterio tan blandito en este país para defender la vida, que a veces alcanza hasta para justificar muertos. Pues para muchos valieron más en su momento esos regalos que las incontables vidas con las que acabó el asesino.

Sabiendo que ese mito existe, son muchos los que se han montado en esa ola para llenar sus bolsillos por cuenta de algunos, ignorantes en el mejor de los casos, o cínicos en su mayoría. Por ejemplo, por estos días el hijo de Pablo Escobar está lanzando un libro con su versión de los hechos y muchos medios de comunicación se han prestado para su juego de darle publicidad a lo que, en mi opinión, debería ser algo que entre todos deberíamos desterrar para siempre y sólo recordar para tener en cuenta a las víctimas de ese demente, la justicia y la reparación que merecen.

Si algo de decencia nos quedara, deberíamos saber con unanimidad que este criminal debería quedarse en la historia como eso: el asesino fuera de serie que fue. Pero entonces le hacen entrevistas a los familiares con sonrisas de por medio, matizando así el legado nefasto que dejó Escobar en su paso por la tierra. Esto sin nombrar esas novelas sobre narcotráfico, a las cuales en sí mismas no me opongo, siempre y cuando primero que todo fueran buenas historias y, por lo menos, trataran de privilegiar el punto de vista de las víctimas y no de los victimarios, como lo hacen casi siempre.

Deberíamos dejar de prestarnos para ese juego, en el mundo ideal nadie debería comprar y ni siquiera hablar del libro escrito por quien muchos que conocen bien la historia de la época dicen que fue cómplice de los crímenes de su padre. Los medios no tendrían por qué anunciar una historia que no debería interesar a nadie, y que es el intento por atenuar lo que no tiene matices: ese que mató sistemáticamente a inocentes es un asesino consumado y no merece mayor consideración. Ya verán las víctimas si en su proceso de curación y superación de la tragedia perdonan, pues están en todo su derecho de asumir la tragedia de la forma en que más paz les llegue, si es que eso se puede, pero no por eso todos los demás tenemos que congraciarnos con un intento de negocio de los amigos del criminal, y eso deberían saberlo bien los periodistas.

Pero es difícil un consenso en este tema, cuando todavía hay personas que recuerdan con cariño a los hampones o los justifican y, sobre todo, cuando obviando el dolor de quienes sufrieron en carne propia las atrocidades, muchos otros todavía creen que resulta chistoso apropiarnos de ese nefasto prestigio que tenemos los colombianos de traquetos. Si tanto nos indigna ser vistos así, requisados hasta los calzoncillos en los aeropuertos del mundo, tal vez es hora de que nosotros mismos empecemos a llamar las cosas por su nombre y a condenar lo que no tiene justificación, así como lo había sugerido en este otro texto.

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