Por A. Moñino

Yo no sé cómo será en otras partes, pero al menos en este país los votantes comunes y corrientes somos más bien pendejos, o nos gusta mucho el tamal y por eso lo cambiamos por cualquier cosa. Aunque lo irrefutable de la evidencia hace imposible que uno se haga muchas ilusiones, he de confesar que yo era de aquellos que terminaba por creer propuestas de campaña de algunos candidatos, y me imaginaba que si ganaba mi preferido y no el otro nuestra vida se transformaría; por el contrario, si el ganador era el “menos deseable”, todo sería una catástrofe.

Y pues no, la realidad es que pocas veces pasa lo uno o lo otro, más bien casi siempre en la política todo tiende a seguir una inercia en la que de alguna manera casi todos estamos adormecidos e inexplicablemente algunas cosas funcionan, no se sabe cómo. Incluso funcionan mal, pero se mantienen de tal manera que ninguna fuerza emerja para motivar un cambio más profundo de lo deseado y conveniente para algunos. Es que el cardumen de pirañas que se apoderó del poder público desde siempre hace muy difícil la labor de los pocos, poquísimos, que algo de vocación tienen.

Y me atrevo a lanzar una hipótesis, a juzgar por los hechos recientes que en los últimos días ponen en evidencia a los servidores públicos. En Colombia, quienes llegan a un cargo de servicio público pocas veces están interesados en algo distinto a servir-se y mucho menos en mejorar la vida de las personas. Ellos lo que quieren es más poder, el poder por el poder, en algunos casos para enriquecerse más, en otros para limpiar algún prontuario delictivo, entre otras cosas, menos por «servir al público», por el contrario, muchas veces el «público» les sale a deber.

Es que quien llega a la alcaldía de Bogotá, por poner un ejemplo, pocas veces está realmente interesado en la ciudad, sino que por el contrario lo que quiere es ser presidente, y para comprobarlo sólo hay que salir un día a cualquier calle de la capital para ver la desgracia que han hecho de esta ciudad, aunque, claro está, esas luchas de clases que alborotan resentimientos seguramente garantizan algún respaldo posterior. Pero no sólo el alcalde aspira a ser presidente, también el vicepresidente, que se dedica juiciosamente a mover sus fichas políticas y a cultivar sus futuros votos, al fin y al cabo en este país donde «regalado hasta un puño» ¿a quién no le parece loable ir ‘regalando’ casas?

Pero ellos se chocarán también con el procurador, que luego de garantizar varios votos para su reelección, obviamente repartiendo puestos, no ha tenido el menor recato para meterse en cuanto tema nacional le pueda dar visibilidad, con el único objetivo de ir limpiando el camino para su evidente aspiración. Y así es el fiscal, y el ministro del interior y podemos ir revisando en niveles más bajos del cardumen de pirañas, como ‘cenadores’ (me perdonan la licencia ortográfica pero voracidad del término se ajusta), concejales, ediles, etc., etc., etc. En todos los niveles están estos saltoncitos que toman su responsabilidad como un trampolín: esa plataforma que pisotean, en la que saltan encima y apachurran, sólo para poderse impulsar a un trampolín superior.

Y el hecho de que quieran escalar no es malo en sí mismo, el problema es que las instituciones que deberían proteger son un desastre, funcionan poco y por el contrario contribuyen al desmadre en el que vivimos, sólo porque les sirven de burdo trampolín, a pesar de la desinstitucionalización a la que someten al país. Yo también quisiera ascender en la empresa para la que trabajo, pero si para ello hago de mi trabajo actual una catástrofe lo más seguro es que me boten. A estos señores que siguen haciendo de sus cargos actuales y del servicio público una catástrofe lo más seguro es que los voten.

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