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Por si alguno se lo pregunta, después del suicidio homeopático sigo vivo y escribiendo. La cosa fue sencilla: la mañana del sábado unas cuarenta personas nos tomamos una sobredosis de calmante homeopático, unas pastillas que sabían a dulce y que eran una mezcla de 99,999999% de sacarosa. Y un poco de agua para pasar tanto azúcar. Vinieron unas cámaras de televisión y salimos en algún periódico. Luego nos fuimos tan contentos a tomar unas cañas, sin nigún efecto secundario. Ni primario, para ser sinceros. Ningún efecto de nada, así es la homeopatía…

Sentados al sol en una terraza, entre cerveza y cerveza hice notar a alguno de los suicidas que estaban conmigo lo raro que se vería estar bebiendo cerveza a mediodía en mi país de origen. Y salieron a flote las diferencias que hay entre las culturas etílicas aquí y allá. De hecho, me vino a la mente una anécdota sobre la primera vez que visité una universidad en Madrid: lo que más recuerdo de esa visita no son los profesores, ni las instalaciones, ni el campus, sino la cafetería.

Eran las tres o cuatro de la tarde cuando estaba en la fila para pedir un café, acompañado por algunos amigos españoles, y delante iban charlando amistosamente un profesor y un alumno. Y al preguntarle la empleada de la cafetería lo que iban a tomar, él pidió un coñac y ella una cerveza. ¡En la cafetería de la universidad! ¡En plena tarde! Y, por supuesto, yo era el único que tenía los ojos como platos.

Nunca había visto eso en ninguna universidad colombiana. Recuerdo haber tomado vino en un homenaje a los profesores. Recuerdo haber metido de contrabando latas de cerveza en la mochila. Recuerdo haberme emborrachado en el campus de la Universidad Nacional. Pero no recuerdo haber pedido nunca bebidas alcohólicas en ninguna cafetería universitaria.

Lo cual no es impedimento alguno para que los estudiantes beban. Todo el mundo sabe que basta con que aparezca una universidad para que a su alrededor se congreguen todo tipo de antros etílicos. Incluso recuerdo varios intentos en Bogotá para prohibir bares y discotecas a cierta distancia de los centros educativos. Recuerdo que la iniciativa fracasó, por irreal y ñoña.

El problema no son los bares, sino la gente.
Esa tarde, pasada la sorpresa, mis amigos españoles me explicaron lo normal que es todo eso aquí. En España se almuerza entre dos y cuatro de la tarde y no es raro acompañar la comida con vino o cerveza. Mucha gente se toma después, si el tiempo y el dinero lo permiten, una copa de algún licor digestivo. Y muchos que realizan trabajos manuales se beben algo más fuerte antes de continuar la jornada laboral.

Porque en la cultura local, alcohol no es sinónimo de borrachera e irresponsabilidad, como parece ser en nuestro país. Eso no impide que aquí haya borrachos, o que algunos jóvenes salgan muchas noches a beberse hasta el agua de los floreros. Por supuesto que eso también sucede, como en todas partes desde que Sem tuvo que recoger a su papá Noé que se estaba empelotando.

En España lo único que se pide por botellas en los bares o restaurantes es el vino. El resto se toma en dosis bien medidas. No compras una botella de ron o whisky para beberlo puro y conseguir una borrachera rápida. Salvo entre adolescentes, no hay una especie de virtud tácita por ser el que mejor aguanta el alcohol, el que más tragos se mete entre pecho y espalda. Nadie te dice con esa presión absurda «no sea aburrido, tómese algo». No es lo normal.
España también tiene problemas con la bebida, sobre todo entre los menores de edad. Nada es perfecto.

Aún así, están lejos de ese descontrol que tenemos los colombianos cuando nos ponemos en serio a darle duro a la botella, como si necesitáramos desesperadamente desfogarnos de lo mucho que trabajamos, de lo dura que es la vida, de lo compleja que es la realidad de nuestro país.

No estoy haciendo una crítica moral al alcohol. No es ni bueno ni malo. Solo quisiera que en vez de ser un problema que agrava nuestras conductas violentas, nuestra irresponsabilidad al conducir, nuestros defectos como personas y como sociedad, fuera una forma responsable de relajarnos y olvidar nuestros problemas sin crear otros peores.

Y todo esto lo escribo mientras me tomo un par de cervecitas en un bar madrileño cerca de mi casa, mientras hago un brindis por todos los que me están leyendo. ¡Salud!


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De cañas por Madrid

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