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Entrar en una cafetería y pedir un café no debería ser algo complejo. Pero por varias razones en España han conseguido que algo tan simple tenga un número absurdo de variantes que podrían volver loco al más paciente de los camareros.

Hasta donde yo recuerdo, en una cafetería normal de cualquier ciudad colombiana uno entra, pide un tinto o un café con leche y ya está. Aprender que la palabra tinto en España se refiere al vino y no al café es una cosa básica, que tampoco representa un gran problema. Lo que sí es un problema es especificar cada variante posible en ese café que te van a servir a la hora de pedirlo. Algo que roza la neurosis.

Supongamos que en un restaurante, tras el postre, un grupo de cinco personas quiere pedir cafés. Y se acerca el mesero que los atiende, con la mirada de resignación de quien ha pasado cientos de miles de veces por lo mismo y escucha cómo quieren sus majestades la divina bebida.

Porque el café puede ser corto o largo, con azúcar o con sacarina, con cafeína o descafeinado, con leche o sin leche, de máquina o instantáneo, en taza o en vaso. Si lleva leche, la leche puede ser fría, caliente o templada, con nada o desnatada. Y si es verano, el cliente puede querer el café con hielos.

Estamos hablando de un nivel exponencial de variantes que ni siquiera incluye opciones más elaboradas. No hay nata, ni chocolate, ni whisky, ni leche condensada. No es un carajillo ni un capuchino, ni un mocachino ni un frappé. Sigue siendo un simple café.

Aún así, el camarero de esta mesa ficticia apunta un café corto con leche desnatada fría, un café largo con hielo en vaso, un café corto descafeinado sin leche y con sacarina, un café largo con leche templada y dos de azúcar. El último del grupo pide un té rojo con una rodaja de limón y un poco de leche. Sólo por joder.

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Lo peor es que tanta complicación es para beber un café que suele saber a agua filtrada en el calcetín sucio de un recolector de Uganda. Pocas cosas hay más lejanas del sabor aromático y sabroso del café de Rodrigombia Colombia. Curiosamente, tan mal gusto no es sino una consecuencia más de la absurda, dañina y estúpida guerra civil y de la (mismos calificativos) dictadura franquista.

Porque durante muchos años de escasez causados por décadas de mal gobierno y guerras en el siglo pasado, los españoles se acostumbraron a tomar sucedáneos de un café que no se conseguía o era carísimo. Durante y después de la guerra civil, en vez de café se tomaba achicoria, o se secaban y tostaban semillas de malta, de soja, de maíz, de bellota o de lo que fuera.

Cuando las cosas se calmaron un poco después de que Franco fusilara, enterrara o encarcelara a sus adversarios, el comercio del café se convirtió en un monopolio del Estado, que se encargaba de fijar las cantidades que se importaban, los precios de compraventa y los distribuidores. Era una industria mediocre y estancada que no garantizaba la calidad de un café que de entrada era bastante inferior, porque se compraba la variedad robusta que es de sabor más fuerte y ácido que nuestra arábica colombiana.

Tras años y años de beber mal café, los paladares de toda una sociedad han quedado irremediablemente atrofiados. La cosa ha empeorado con la entrada en España de Starbucks, hace poco tiempo. Lentamente han ido expandiéndose por las principales ciudades, con todo éxito, vendiendo mil variedades de una bebida que es al café lo que Lady Gaga a la música: un montón de marketing, añadidos y adornos que ocultan un producto caro y malo.

En España se sigue comprando el café mediocre de Uganda o Vietnam, se sigue bebiendo una mezcla de mala tostadura (el café torrefacto), y se sigue comprando poco café colombiano. Mi esperanza de que esto cambie con las nuevas generaciones quedó frustrada hace unos años, cuando traje de regalo a un amigo madrileño una bolsa de café excelso, que todavía tenía el olor de las montañas donde fue cultivado. Semanas después de me confesó que a su familia le había parecido un café simplón y sin sabor, y que lo había mezclado en una jarra con el café que compraba en el supermercado.

Dejé de hablarle por un tiempo y nunca más volví a tomar café con él.
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