Para leer a Salman Rushdie, el escritor víctima del fanatismo
En 1988, como consecuencia de la publicación de la novela Los versos satánicos, su autor, el escritor inglés de origen indio, Salman Rushdie, fue condenado a muerte. ¿Absurdo? Sí, pero la realidad es mucho más absurda que la ficción, y en ésta el fanatismo no opera, pero en aquélla sí. El fanatismo, no sólo el religioso, sino de cualquier otro tipo (político, por ejemplo) tiene como sustrato lo que Lewis Dartnell llama “sesgo cognitivo” (lo que hace que sea imposible confrontar o revisar cualquier creencia o ideología) y lo que Voltaire distinguió como prejuicio (total ausencia de juicio); hoy día se habla también de doctrina de la cancelación, en la cual todo lo que no pertenezca o se avenga a un determinado grupo o secta, es deleznable.
Dado que un fanático religioso no se anda con chiquitas ni miramientos, una vez conocido en Irán el texto de Rushdie, sin haberlo decantado como obra literaria, el máximo líder religioso de esa nación, el ayatollah Ruhollah Jomeini, repatriado para suceder en el poder al Sah Reza Pahleví (que terminó exiliado en Egipto), dictó la llamada fatua o fatwa en contra de Rushdie, de manera que todo islamita que tuviera la oportunidad de estar cerca de él, tenía que matarlo, al punto de que una fundación revolucionaria iraní ofreció 2.5 millones de dólares por su cabeza, dizque porque su libro atentaba contra la fe (como si eso fuera posible) islámica: “El autor de Los versos satánicos, un texto escrito, editado y publicado en contra del Islam, en contra del profeta del Islam y en contra del Corán, así como también todos los redactores y editores que estuvieron conscientes de su contenido, son condenados a la pena capital. Hago un llamado a todos los valientes musulmanes, sea cual sea el sitio del mundo en que se encuentren, a ejecutar esta sentencia sin demora a fin de que nadie, de ahora en adelante, ose insultar las sagradas creencias de los musulmanes”. Y comenzó entonces un calvario para el escritor, una persecución, como sólo es posible concebir en un régimen totalitario. Por supuesto, con daños colaterales: al consulado británico de Bombay (su ciudad natal) se presentó una turba de miles de personas, lo que terminó con la muerte de una docena de manifestantes; un líder espiritual fue asesinado en Bélgica, dizque por su condescendencia hacia la novela; cuatro librerías de la editorial que publicó el libro en Londres sufrieron atentados con bombas; el traductor de la novela al italiano, Ettore Caprioglio, fue apuñalado en su mismo apartamento por un iraní, como apuñalado fue también Hitoshi Igarashi, el traductor al japonés. Para ese entonces, el autor ya había solicitado la protección de Scotland Yard para él y su esposa; el asunto iba tan en serio, que los países de la Unión Europea cancelaron sus embajadas en Irán. Huelga decir que Rushdie se convirtió en una especie de leproso, al que muchos que decían apreciarlo y admirarlo y daban lo que fuera por compartir con él, ni siquiera le pasaban al teléfono. Así, cambiando de domicilio cada tanto y viviendo bajo constantes amenazas, que se publicaron hasta en periódicos, el escritor padeció por casi una década, hasta que, en 1989, con la muerte de Jomeini se debilitó la sentencia.
Lo que ocurre en la novela por la cual Rushdie (o Ibn Rushd) ha padecido lo suyo (aparte de que se borran los límites entre lo angelical y lo demoníaco, y de que los versos que el arcángel le sopla en el oído al Profeta estén inspirados por Shaitan o el demonio), es que a lo largo de sus páginas va desgranando frases y párrafos colindantes con la crítica, la parodia y la irreverencia hacia lo que toda una cultura considera sagrado; veamos algunas: “oh Alá, sólo te pido que existas, maldición, sólo que existas”. “Desde el principio, los hombres han utilizado a Dios para justificar lo injustificable. Sus designios son insondables, dicen los hombres.” “Dentro de la tienda el auditorio saluda con burlas la llegada del impopular profeta y de sus tristes seguidores. Pero a medida que Mahound, con los ojos firmemente cerrados, avanza entre la gente, se apagan los abucheos y silbidos y se hace el silencio”.
Tal vez la parte de la novela que más pudo haber levantado ampolla es la que se desarrolla en Jahilia, la ciudad de arena en la cual Mahound (supuestamente Mahoma, cuya biografía fue estudiada por Rushdie en Cambridge), “el Mensajero”, “el negociante-profeta”, “está fundando una de las grandes religiones del mundo” y desde la cual trepa al Coney a recibir la visita del arcángel Gibreel, que es el mismo Gibreel Farishta o Ismail Najmuddin, el comediante que junto con Saladin Chamcha, había caído desde un avión que volaba hacia Londres, después de que una terrorista lo hiciera explotar: “Mahound viene a mí en busca de una revelación, a pedirme que elija entre alternativas monoteísta y henoteísta, y yo no soy más que un pobre actor idiota que tiene una pesadilla bhaemchud, qué carajo sé yo, yaar, qué puedo decirte, socorro. Socorro”.
Treinta y tres años después de la fetua o fatua dictada por el ayatolá, un fanático religioso dizque “al servicio de Dios”, estuvo a punto de hacerla efectiva el 12 de agosto de 2022 a las 10.45 de la mañana en un auditorio de Nueva York, cuando Rushdie se disponía a dictar una conferencia. De tan tremebunda experiencia que le dejó graves secuelas, incluida la pérdida de un ojo, nació Cuchillo, admirable y, sobre todo, valiente libro, que bien cabe en el género literario de narrativa autorreferencial de no ficción. En una situación que le da la razón a Kant en eso de la inclinación natural del hombre al mal a la que le sigue la disposición original hacia el bien (“en Chautauqua experimenté, casi simultáneamente, lo peor y lo mejor de la naturaleza humana”), a Rushdie lo salvó eso que en ética se llama el impulso moral, inicialmente por cuenta de su amigo septuagenario Henry Reese, y acto seguido, de otras personas presentes en el auditorio:
“Lo que pasó a continuación fue puro heroísmo. Henry afirma que actuó ‘por instinto’, pero yo no lo tengo claro. Henry, igual que yo, tiene setenta y tantos años, mientras que el A. tenía veinticuatro, iba armado y solo pensaba en matar. No obstante, Henry cruzó el escenario a la carrera y lo agarró. […] Al instante, varios miembros del público obraron también conforme a lo mejor de sí mismos”.
Por donde se mire, el libro testimonial del autor de Hijos de la medianoche (quizá su canto de cisne y el mejor libro que existe sobre la India) se presta para leer en clave ética. Fue con base en el estoicismo que pudo sobrellevar tamaña desgracia y superar la adversidad; fue el conatus o la persistencia del ser, postulado por Spinoza, por lo que pudo sobrevivir.
¿Qué más hay en las novelas de Rushdie?
En todas las obras del ganador del Booker Prize encontramos la mezcla (si se quiere maravillosa, porque lo “real maravilloso” le cabe) de poesía, Historia (sobre todo de la India), religión, política, mitos y fantasía, todo ello expresado casi siempre en un tono humorístico, lúdico y nada solemne. Deudor como es, de Las mil y una noches (que Anis, su padre, le leyó de niño), Rushdie escribe una variación de esta obra en Dos años, ocho meses y veintiocho noches, en la que los que hacen de genios que salen de alguna lámpara son los Yinn, inasibles seres con forma humana, que trascienden tiempos y espacios. Leída de corrido, la novela es un divertimento compuesto con inteligencia y riqueza verbal, con personajes a guisa de la tradición del Medio Oriente; pero leída entre líneas, la obra resulta una alegoría de la modernidad aún embebida en la disputa entre la religión (se diría superstición) y la filosofía, esta última encarnada en la Dama filósofa, más pesimista que el mismo Schopenhauer.
Sobre otra novela, Luka y el Fuego de la vida se puede decir que, así como La isla del tesoro fue un regalo que Stevenson le hizo a su hijastro, esta novela es el regalo de Rushdie a su hijo Zafar al cumplir sus doce años; aunque también es un presente para todos los que gusten de la fantasía. Todo cabe en sus 200 páginas, lo vivido, lo soñado y lo imaginado; para ello la voz narrativa crea el Mundo de la Magia en el que haraganean y viven de sus glorias pasadas todos los dioses que ha conocido el mundo: nórdicos, griegos, romanos, sudamericanos, aztecas, sumerios, egipcios, africanos, orientales y de los mares del sur. Todos ellos desfilan ante los aterrados ojos de Luka, el niño protagonista y de sus compinches entre los que se encuentran un perro llamado oso y un oso llamado perro, rescatados de un circo y unidos por la aventura de robarse el Fuego de la Vida que habrá de liberar a Rashid Khalifa (padre de Luka) de una especie de enfermedad del sueño. Socorrido por toda la tradición literaria de la India y del Oriente Medio, pero también amparado en otras mitologías, el autor logra un tejido narrativo hecho de Realismo mágico, surrealismo, ciencia ficción, prosa poética y hasta efectos especiales. Más que de una experiencia de lectura, la novela nos brinda la posibilidad de realizar un viaje muy movido sobre una gigantesca alfombra voladora.
En su reciente novela Ciudad Victoria se cuenta la historia de Pampa Kampara (de Pampa o Parvati), quien vivió 243 años, nueve de los cuales permaneció muda mientras tenía su aprendizaje y convivencia en una cueva con un monje asceta, Vidyasajar (de vidya, el verdadero saber), que la bautizó Gangade VI. Pampa, cuyo nombre es el del río nacido del sudor de Vishnú, asistió al suicidio en masa, de mujeres viudas que se arrojaron al fuego, entre ellas, su madre, que la dejó huérfana a los nueve años, y compuso “Victoria y Derrota”, un poema – fábula, mayor que el Ramayana. La cosmópolis Bisnaga o Victoria nació de las semillas que Pampa Kampana les dio en la cueva a los hermanos Sangama, Bukka y Hukka, este último después llamado Raya I, una especie de Bajá de un reino menor.
Por todo lo anterior, qué duda cabe de que Salman Rushdie, el escritor que más ha sufrido los embates del fanatismo religioso, sea la gran figura del Hay festival de Cartagena.
Colofón:
He tenido la fortuna de leer y estudiar (también enseñar) las obras de Rushdie, incluida su autobiografía bajo el nombre de Joseph Anton, pero, además, la dicha de conocerlo y cruzar palabras con él. El primer feliz encuentro en 2009 y el segundo en 2016, este último fue, en realidad, una rueda de prensa durante la cual obtuve de él las respuestas y comentarios que comparto a continuación:
«Aprendí a vivir durante la fatua; el objetivo del terrorismo es que uno se paralice por el miedo, y yo decidí seguir mi vida normalmente».
«Lectores en la India de Hijos de la medianoche me decían: yo podía haber escrito ese libro porque sabía todo eso».
«Yo podría prescindir racionalmente del concepto de alma, pero cosas como esas no serían convenientes porque mi escritura perdería mucho. La magia es muy eficaz en los libros y se tiene que mantener en las ideas del escritor (eso explica que la esposa del emperador sea imaginaria, que la encantadora de Florencia haya regresado a la vida a fuerza de recordarla, nombrarla y convocarla; que el lago que daba la vida a Sikri, la gran ciudad del Indostán se haya secado una vez que expulsaron al extranjero, y que las maldiciones tengan consecuencias. El libro está lleno de realismo mágico y uno casi que ni lo advierte, porque lo admite sin reparos».
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