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El premio Cervantes de literatura se entrega anualmente desde 1976, cuando se lo concedieron a don Jorge Guillén, con lo cual, el listón se ponía bien alto. No es sino mirar quiénes lo han ganado, para darse cuenta de que es el premio más prestigioso de la lengua española; es algo así como el equivalente en nuestro idioma al Pulitzer, y lo más cercano al Nobel. La lista bien linajuda de ganadores incluye, entre otros nombres, los de María Zambrano, Elena Poniatowska, Dulce María Loynaz, Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Antonio Buero Vallejo, Camilo José Cela, Alejo Carpentier, Francisco Umbral, Gonzalo Torrente Ballester, y el único colombiano, Álvaro Mutis. Todos ellos, más los que no menciono por pura desidia, tienen en común el exquisito manejo del idioma, la riqueza de vocabulario y la irrefragable calidad literaria de sus obras. Es decir, son las mismas razones por las que se lo han otorgado este año al catalán Eduardo Mendoza.

Extensa y de fuste es la obra de este barcelonés nacido en en 1943. Su vigencia es extraordinaria, pues treinta y cinco años después de irrumpir con “el caso Savolta”, obtuvo el Premio Planeta con Riña de gatos Madrid 1936, novela en la que examina los hechos relacionados con la inminencia de la Guerra Civil.

La permanencia de Mendoza tiene mucho que ver con la brillantez y la amenidad de su escritura. Su elevada prosa lo asemeja (a mi modo de ver) a Luis Goytisolo, Javier Marías e Ignacio Martínez de Pisón, pero, sobre todo, a Soledad Puértolas, quien, según él, ha sido una de sus grandes influencias. A pesar de no ser un escritor mediático, todas sus novelas son recomendables (como “remedios para la soledad”), especialmente El laberinto de las aceitunas, en la que, resuelto el caso de El misterio de la cripta embrujada, el comisario Flórez acude de nuevo a su fórmula salvadora para resolver otro, el pícaro que permanece encerrado en el manicomio bajo la tutela del Dr. Sugrañes. Se repite el secuestro del avispado perdulario, para encomendarle otra misión, en la que se las verá con un brazo de la mafia catalana y con diversos pretendientes de un maletín lleno de dinero, cuya fuente y destinatario constituyen el misterio de la novela.

La novela emblemática de Mendoza, su canto de cisne, es La verdad sobre el caso Savolta (1975), considerada por los españoles que saben, como la novela de la Transición. 

Es un libro de culto dentro de la narrativa urbana catalana, que ya ajusta cuatro décadas desde su primera fulgurante publicación, y que es lectura escolar obligatoria en España, entre otras razones, porque se considera la primera gran novela posterior a la muerte de Franco (algo así como un símbolo literario de la Transición). La técnica narrativa usada por el autor, rompe con la empleada por el realismo social de la novelística española, y se ajusta más a los hallazgos del Boom latinoamericano: Varias escenas y episodios se presentan ante el lector como en un circo de tres pistas en tiempos y espacios diferentes; combina el monólogo confesional propio de la picaresca con diálogos de gran factura y páginas con documentos judiciales. Así pues, los contrapuntos al mismo tiempo que le exigen al lector, también lo deleitan por lo que en ellos hay de literario (y de cinematográfico en ocasiones). Los contrastes entre la burguesía industrial barcelonesa de comienzos del siglo XX y la comunidad de baja ralea son meritorios; representantes de aquélla son el magnate Savolta asesinado aparentemente por revoltosos o sindicalistas (sólo aparentemente), y su yerno, el trepador franchute Lepprince que supo en qué momento casarse con Maria Rosa Savolta. Representantes de ésta, son el narrador Javier Miranda, que encuentra en la abyección el único camino de supervivencia, y en la cabaretera amante de Lepprince, la gitana María Coral, casada con Miranda por orden y estrategia de Lepprince. Debido a la coyuntura social de la época, en los asesinatos pagan justos por pecadores. Un comisario astuto a quien se neutraliza enviándolo al exilio, y un mendigo a quien le hacen lo mismo recluyéndolo en un manicomio, tienen todas las claves para resolver el caso. Novela “collage” o de composición, emparentada por su forma a Rayuela y a la más o menos reciente Llámame Brooklyn, de Eduardo Lago; que encanta por su lenguaje refinado y cuidado en su sintaxis y por el esmero en su léxico, que mantiene el interés del lector hasta el final, y, como en el relato policíaco tradicional resuelve todo al final, cuando la abducción ya se ha agotado. Mendoza no sólo invita a la relectura de esta obra maestra, sino a seguir con el resto de sus novelas, comenzando, tal vez, por El misterio de la cripta embrujada.

 

 

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