Como suele pasar con las cosas que a uno no le gustan, se entra en el circulo vicioso que evita que uno vuelva a probarlas precisamente porque uno no las disfruta. El teatro ha sido una expresión artística, que combina mi falta de conocimiento y experiencia sobre el asunto haciendo que no lo llegue a aprovechar. A pesar de ello, hace unos días acepté ir a una presentación de una obra llamada Fabrikk.

 

Un montaje al aire libre extraordinario: luces, colores, explosiones, música, grúas y un sinfín de ayudas mecánicas que me dejaron con la boca abierta. Yo esperaba algo menos moderno o tenía en mente algo más clásico del teatro. Imagino que para los seguidores normales de esta expresión artística estas puestas en escena no son nada nuevo, que así viene siendo desde hace años, pero a mí ese montaje ya logró cautivarme y me movió. Pero no quiero hablarles del empaque sino en lo que me dijo esta presentación.

Como lo supondrán, la obra iba de una fábrica de chocolates afincada en un país económicamente desarrollado y, claro, regido este por las leyes del mercado. En dicho lugar estaban: el director, un italiano que era el maestro chocolatero, él viví, dormía y comía en ella, era como un papá para los demás empleados; los otros empleados, una francesa, una checa, una polaca, otra italiana y locales, cada uno con sus propios vericuetos, a los que se les sumaba el dueño. Él aparecía por primera vez llamando desde un avión al maestro chocolatero en la madrugada para anunciarle la buena nueva de una visita de inversores extranjeros.

Ustedes ya saben la historia, porque ahora es lo normal. El dueño va a una feria comercial en China porque quiere entrar en dicho mercado; los chinos van a visitarlo y aunque les gusta el chocolate original quisieran cambiarlo por una nueva receta con sabor a ginseng; el dueño se compromete a darles gusto y los nuevos clientes prometen que de conseguir el sabor deseado el pedido será astronómico. La sapiencia heredada de la tradición del chocolatero hizo que innovara en el sabor solicitado y que el resultado gustara. El pedido prometido llegó y fue anunciado entre brindis en toda la empresa. Ahora había que cumplirlo en tiempo record: los trabajadores debían dejar su vida en stand by para poder satisfacer el pedido; los tiempos se complicaron; el dueño trajo una máquina nueva; había que reducir personal; el maestro debía cumplir la orden o el que se iría sería él. En últimas los trabajadores se sabotearon la producción. La fábrica en su totalidad fue movida a China. Lo único que se salvó del traslado junto a los trabajadores fue el recetario del chocolatero. Como moraleja me quedó: habría que volver al origen, a lo pequeño, a la comunidad que nos rodea, a comprarle al vecino, a preferir lo local a lo barato. Porque lo barato siempre, siempre sale más caro. Que las herramientas para hacernos con un mejor futuro pueden estar en cambiar el desprecio de nuestra tradición por integrarla en el presente, mientras vamos viendo cuales de las soluciones importadas podemos y son viables de llegar a implementar en nuestro entorno.

Un discurso bien redactado en forma de cuento infantil que nos lo hemos venido comiendo —y alimentando— entre todos. Ese que nos dice que la globalización hará que todos vivamos el sueño americano que vemos en el cine y la TV. Pero nada de eso está pasando, lo que se incrementa son presiones del capital sobre el trabajo y las diferencias brutales entre la ínfima minoría poseedora del primero y la masa enorme de los segundos. Masa que se debe conformar con lo que se pueda, es decir con consumirse para sostener este fabrica para al menos sobrevivir. Se nos vendió en forma de canciones infantiles y como niños compramos. La blue pill que nos prometía Morpheus y que la mayoría prefiere en lugar de la no tan bonita verdad.

Uno podría llegar a pensar que después del desastre del 2008 sería muy difícil mantener el discurso político económico que reclamaba un Estado pequeño en regulaciones económicas, pero grande en las morales. Eso no pasó y como idiotas seguimos en un mundo en donde la solución a los problemas generados por por los neoliberales en los 80 es volver, una vez más, al Liberalismo original del sigo XVII.

Ve, ¿ya viste Borgman?