Aún no hemos sabido salir de nuestra aldea y pretendemos hacer universales los valores que decimos seguir. Muchos de los cuales siquiera hemos tenido la fortaleza y la voluntad de aplicarlos dentro de nuestras propias comunidades. Como siempre miramos la paja en el ojo ajeno. Debe ser porque la viga en el nuestro nos obnubila.
Todavía no sabemos por cual camino ir en la siembra de los llamados derechos de los demás. Para poner un ejemplo: la mitad de la humanidad, compuesta por los hombres, los machos, aún no ha sido capaz de articular las maneras de tratar a las otras que también pertenecen a ese conjunto. ¡Y lo que nos costó al menos admitirlas (!) dentro de él! Según el informe de la brecha de género en 2013, la disparidad (donde 1 es igualdad) en Islandia, primer puesto, aún es del 0.82; en Colombia, puesto 35, es de 0,71.
Seguramente que se han cometido errores en esta aproximación. Los otros son nuestros semejantes, pero eso no significa que somos idénticos. Considero un fallo igualarlas en todos los sentidos sin reconocer las naturales diferencias. Con mucho cuidado de caer en que ellas son lo bonito, lo bueno y los hombres la fuerza, la brutalidad; también es bobalicón pretender que tenemos las mismas capacidades cuando claramente no somos iguales y en varios aspectos de la vida, y sus vicisitudes, respondemos de maneras diferentes, cuando no contrarias. Por ese deje universalizador que los occidentales tenemos en la cabeza, fallamos queriendo hacerlas equivalentes en todo sentido y llegamos a resultados tan insulsos como el mamonsísimo lenguaje incluyente.
Se ha avanzado, sí, seguro, mas hoy en día seguimos profesando que las mujeres tienen los mismos derechos, libertades y capacidades; mientras hasta ahora en los países más desarrollados a ellas se les sigue pagando menos que a los hombres por hacer lo mismo. Y, por todo y sobre todo, no dejamos de meternos con lo que hagan ellas con su entrepierna, de juzgarlas por ello y de condenarlas por lo mismo: su sexo. Y eso se hace con la mitad normal de la población.
Como si viviéramos en la caverna, como si todo lo diferente fuera un enemigo al que hay que acabar, volvemos al sexo: algo que, herencia de nuestra cultura religiosa (?), se relaciona con el
pecado, con lo amoral, nos da por atender y afanarnos con lo que hacen los demás. ¡Ah pecado maldito si a uno le da por ser marica! No sé en que paila del infierno de Dante le toque a uno. Solución: prohibir, criminalizar, perseguir, juzgar y condenar. Condenar al ostracismo, a vivir en un gueto, dentro de un closet. ¿No dan ganas de vomitar? ¿No esta sola imagen revulsiva?: ¡VIVIR EN UN CLOSET! Condenar a la muerte en vida solo porque decidieron usar sus órganos sexuales de otra manera. Como si un mal toque allí, en la misma entrepierna que tanta ansia nos causa en los demás, y de la que tan orgullosos estamos, no nos dejara llorando como una niña. Como un mariquita.
Un adolescente, un niño, se mató por esta bestialidad. ¿Puede ser esto posible en el año 2014 en el seno de una supuesta sociedad que se llama democrática, incluyente e igualitaria? Sí, y nos llamamos civilzados. Una nueva indignación en un país en donde cambiamos de indignación nacional como de calzoncillos ropa interior. Y yo me siento tan culpable como los imbéciles de su colegio, el idiota del procurador, los ineptos de la Secretaría de educación, los papás de su novio. ¿O es que solo la mentada igualdad es para los de tez clara, católicos y machos?
Ve, ya te pasaste por El Galeón Fracaso