Vi un video en el cual debido a uso de términos buenos o bonitos en los recipientes donde se ponen gotas de agua para congelar, los cristales que forman a partir de la congelación de estas muestras dejan ver figuras similes. Esta podría ser la demostración (!) de las afirmaciones: «las palabras tienen poder». Cuentos todos, algunos bonitos —con lo subjetivo del término—, pero en últimas charlatanería.

Las palabras son el medio por el cual nos explicamos a los demás, las que nos posibilitan mostrar nuestra interpretación de la realidad vivida. Así es como nosotros tenemos muchas voces para nombrar y entender lo que para otros no es más que una banana o, de igual manera, la cantidad de términos que para llamar a la nieve tienen los finlandeses. Medio que logra hacer que nos entendamos a pesar de no estar exento de sus propias dificultades: repitiéndonos y explicándonos una y otra vez; algunas veces hasta el aburrimiento.

No me detendré, por espacio, en el poder transformador que la comunicación ha tenido en el conjunto de la sociedad. Sino de uno que nos sugiere el economista Keith Chen. Uno un poco menos obvio, más sutil.  Basándose en los resultados de su investigación, podemos decir que nuestro lenguaje tiene una correlación directa con la manera en que pensamos. Que nos determina. El investigador en su charla, centrada en el ahorro, nos muestra algunos ejemplos del como a partir de las maneras en que construimos nuestro lenguaje y a lo que hacemos referencia con cada palabra, nuestro cerebro responde o actúa de uno u otro modo. Dicho de otra forma, la estructura del lenguaje pues nos lleva a ser, a vivir, según ciertos procederes.

Oyéndolo exponer su tesis llegué a preguntarme: ¿qué pasa cuando las palabras se usan hasta el cansancio? ¿Qué pasa cuando cada dos por tres algo es genial, delicioso, increíble, asombroso, alucinante, y abracadabrante —la Academia y sus sorpresas anuales—? En el pasado era algo más complicado llegar a estos términos, hoy con la ayuda de Internet, Youtube y las redes sociales con su capacidad viral, pues encontramos algunas cosas dignas de admiración y personas fuera de serie en un dos por tres. No quiero llegar al cinismo sosteniendo que no existe nada que se merezca esos adjetivos, pero de ahí a llegar a darle el calificativo de épico a cualquier pendejada es… desesperante, ¿no?

Como también es pesado que términos que significan tanto, hoy en día hayan llegado a la insignificancia: caso de amigo o amor. Vocablos estos, como tantos otros, que han terminado por perder su brillo, su valor, que otrora fuese sagrado. Porque no es sino mirar nuestro Facebook para saber que hoy todos somos amigos de todos, y llegamos a amar en un día. Ni hablar cuando las ponemos en donde no corresponde: «Increíble como actúa fulanito en su última película», si es increíble, pues algo dice de la calidad del actor. O cuando el atributo del mismo es errado.

Se ha encontrado cierta relación entre la satisfacción que le queda a una persona al dar las gracias y la frecuencia con la que la usa. ¿Y si hablar todo el tiempo en superlativos es lo que hace que veamos nuestra vida de esa manera? ¿Y si es al revés?  ¿Si el peso de nuestra vida, la que encontramos miserable, triste y aburrida, nos haya llevado a vivir hablando en superlativos? Entonces que al tener una vida de mierda se vea y adjetive todo con esta clase de epítetos. Las dos posibilidades son angustiantes. En últimas, las palabras no alcanzan a tener el poder de transformar lo físico, a no ser que creamos en la la historia de los cristales de agua del doctor Emoto, en los libros de Paulo Coelho o en los de autoayuda.

Ve, ¿será mejor darse bala a oír estupideces?

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