Querido amigo,
Era casi el medio día y salimos buscando el mercado. No sabíamos donde quedaba y al preguntar una vecina se ofreció a llevarnos. Había buen sol y una brisa fría nos recordaba que empezaba la primavera en acá.
Por una bajada suave, a unos trescientos metros de la casa está el parque italiano, un oasis verde —solo dos en esta ciudad— que no ha tenido tiempos mejores, o fueron pocos. Lo atravesamos para acortar el camino que nos llevaba hacia el Grünermarkt, como lo llama en alemán mi vecina. El parque no es feo, el color predominante es el verde oscuro de sus pinos altísimos y lo recorrimos por uno de sus caminos empedrados; pero está mal mantenido y peor cuidado por los usuarios. Como allá.
Cuatrocientos metros más después de haber salido, llegamos al mercado. A mí siempre me han gustado los mercados de plaza, como los llaman mis papás, este era uno. Dejé a los míos con la vecina y recorrí el mercadito solo. Será un poco más grande que media cancha de fútbol, tiene un pasaje ancho y algunos callejones satélites paralelos que van desde la entrada hasta las queserías al final. Entre ellos me entretuve.
En este Grünermarkt, a pesar de los productos que yo echaba en falta, estaba todo: el desorden que había, la distribución, la suciedad, los olores, los gritos, la frescura de las frutas y verduras, la ropa, los cachivaches. Reviví las madrugadas de los sábados en la mañana con mi papá para ir a mercar a la plaza: yo recorría un sector y él el otro, siempre el mismo cada uno y al final la recompensa: el batido de leche con pandeyucas. Sentirme tan lejos y tan cerca al poder pedir la prueba de frutas, semillas y nueces, quesos, regatear el precio de los huevos de campo, pequeños, descoloridos, en tanto que sin tratamientos. Ver a la gente que nos da la comida y su contradictorio aspecto: llenos de energía y cansados, distantes y cálidamente cercanos; saludarlos, responder por mi precedencia, oír sus risas, sus charlas mientras mi nariz, desacostumbrada, recibe el impacto de sus humores. Además está el hacerme entender —porque acá para mí ese es otro aliciente—. Todo matizado por la populare (música tradicional albano kosovar) con su sonidito agotador e incesante del clarinete y la surlja (flauta típica).
Ojalá no te haya aburrido con este recuento. Para mí fue una buena sorpresa en la que no paré de pensarte, en cuanto que quería preguntarle a alguien como vos de la clase media, de la clase aspiracional, ¿hay algo más aburrido que el hipermercado en donde mercás? Esos lugares enormes en donde todo es asepsia y pulcritud, donde la música que nos acompaña es la única que ha sido inventada para ser ignorada mas no escuchada, la maldita música ambiental, donde los corredores son amplios para no tropezar con nada ni con nadie, y si lo hacés apurás un «perdón», donde no hay posibilidad de pedir rebaja, donde se habla muy poco, y se interactúa menos.
Es que verte así, me produce una sonrisa. No estás ni arriba ni abajo, recorriendo el camino de ida para luego volver. ¿No ves el futuro? Si para nosotros los del tercer mundo es fácil. Mirá lo irónico: vos te burlás del estrato dos que compra en la plaza porque querés ser del primer mundo, mientras acá se ponen como locos comprando cosas en mini placitas de mercado. Hasta cierran calles de barrios cada sábado para montar ferias de productos orgánicos. ¡Y lo que pagan por ellos! Pero vos no, vos sos un citadino colombiano y a vos que te vendan la papas y las zanahorias limpias, bonitas, sin protuberancias extrañas. Ah… y la carne sin que se le note la sangre por favor, como en el Carulla gourmet. Vos, en esa mitad negando de donde venís sin llegar a ser lo que querés. Sí querido, acá el sistema ya dio la vuelta.
Y acá estamos, con McDonalds como el lugar a donde llevás a tus hijos a celebrar sus cumpleaños. Porque te enseñaron a querer eso, a aspirar ser, pero sin llegar a ser. Vivís comiéndote el cuento, ese que dice que Zara, Mango y H&M no son las baratijas que son, sino la moda por antonomasia.
Ve, ¿vos fuiste el que me hablaste de Berlín? Tenés razón, es del putas.
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