De las 192 fotos que tengo en mi teléfono —seis llamadas en un mes— la más antigua tiene tres meses. Casi la misma cantidad, si no menos, que las que recogen los álbumes que mis papás dedicaron a mis primeros años de vida. ¿Cuándo uno se empieza a volver nostálgico? A pensar que todo tiempo pasado fue mejor. Un giro de 180 grados respecto a 20 años atrás, cuando todo lo sabía y repetía como un mantra «Todo tiempo pasado fue peor». Tampoco es necesario decir lo que me producen las palabras de Villalobos hoy.

La promesa: con estos nuevos aparatos, cámaras digitales y teléfonos inteligentes, nosotros podremos tomar fotos como un profesional, igual que con los libros de aprender idiomas en diez días, muchos la creímos. No sé cuál es la capacidad de mi teléfono para almacenar fotos específicamente, pero para la cámara tengo dos memorias de 64 GB, unas 28 mil. ¿Cuándo voy a verlas? ¿Cuántas serán buenas de verdad?

Si sumamos la interconexión constante, vemos como el ecosistema fotográfico muta y se muda al hoyo negro que hace de la inmediatez y el alcance nuestras reglas de vida, y las redes sociales son su antonomasia. Twitter, Facebook, Instagram: mostrarnos. No digo que no lo intenté, lo probé; pero me sentí jugando cricket. Me da mamera infinita sacarle fotos a todo lo que me rodea, a todo lo que hago, a mi linda cara y —¡ay dios mío perdónanos!— al plato de comida recién servido para compartirlo con el millón de amigos que Roberto Carlos siempre quiso tener. Eso dejémoselo a los influenciadores. La verdad es que me siento viejo para esas cosas. Notarán un dejo avejentado en el discurso, pues sí, ¿qué hacemos?, es lo que hay.

La fuerza de ese hoyo negro es tal que las instantáneas ya no son lo que eran: un bello instrumento para documentar nuestro paso por la Tierra, para compartir con los demás viéndolas, para recordar.

Hoy las pobres son tan efímeras como el instante en que fueron tomadas, posteadas, tuiteadas e instagrameadas (?). Ganamos más alcance, se oye el grito: hoy tenemos seguidores. ¿Y qué sacamos con que algunas las vean más personas que en la vida lleguemos a conocer? Nos creemos muy especiales, no recordamos que estamos sometidos a una constante avalancha de todo contenido, tanto que ni siquiera el cuatro letras de la Kardashian he podido ver. Entonces, como dicen los españoletes, será como haber escupido en el mar; porque al final no las compartimos ni con los mismos de siempre. ¿No las viste en Facebook? Le preguntaremos a nuestro compañero de habitación en el geriátrico.

Un chiste, ¿no? Me resulta pues, divertido que tengamos tantas instantáneas y que se nos hayan vuelto tan poca cosa, tan inocuas e intrascendentes. Sí, tan instantáneas. Muchas veces tener más no significa una mejoría. Muchas veces cambiar lo nuevo por lo viejo no es sinónimo de avanzar. Siento que hemos perdido a esa buena herramienta para almacenar recuerdos en tanto que ahora, difícilmente, nos tomamos el tiempo de seleccionarlas e imprimirlas. Ayer ese procedimiento era en parte dejado al azar, no nos tomaba mucho luego el proceso de descarte. Todo porque en tiempos de la camarita de rollo, la de máximo 36 fotos, uno esperaba el momento, se preparaba, casi se montaba la escena, se esperaba el instante justo para tomarlas, y como no todos tenían cámara, estas se debían ver luego en conjunto, y de allí al álbum o la pared o a la mesa. Eran un conector para compartir.

Parece que la Navidad es el momento en que nos volvemos nostálgicos, ya he leído un par de columnas que reclaman, en otros sentidos, este mismo sentimiento. Lo más jodido de ahora es que estos aparatitos tienen unos filtros para que las dichosas fotos se vean como de otra época. Época en la que algunos asiduos a exponerse aún no habían nacido. Que se oigan las risas pregrabadas.

Ve, y los más viejos que yo se quejan porque hemos perdido las costumbres… ¿y cómo a quién le tocaba pasárnoslas?

Relatos en: El Galeón Fracaso


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