A 500 metros de mi casa, para reemplazar la tubería de agua han abierto la mitad de una calle de doble vía. Ha habido dos soluciones a la movilidad: solución 1, dos hombres cada uno con dos banderas, verde y roja, a cada extremo para habilitar el paso; Solución 2, mini semáforos. Lo que bien hacían los hombres con la tecnología de la solución 1 no se logró hacer con la dos. Infiero que no se cuenta con la técnica para programar el retraso que pide una curva al limitar la visibilidad. Eso, porque contra la viveza, de los ingresan en la fila sin importar que deban ya esperar, hay ya poco que hacer.

La situación me hizo acordar de un artículo del profesor Roberto Feltrero llamado Ética de la computación: principios de funcionalidad y diseño. Para las fechas en las que Feltrero publicó este artículo —2006— no era posible dimensionar al punto que hemos llegado hoy con las ‘tecnologías computacionales’. Hoy son el espejito negro por el que devenimos madrastra de Blancanieves. Lo pretendido por el autor con la ética de la computación, un software basado en la funcionalidad abierta y diseño transparente, está hoy aún más lejos de masificarse que en ese entonces. ¿O es solo que veo el vaso medio vacío? Ya en la Keynote del 2007 el mandamás de Apple pronosticaba: «un iPod, un teléfono y un dispositivo de comunicaciones por internet». Con esas palabras se nos anunciaba el futuro.

Este aparatito, el primer smartphone exitoso y sobre el que se han basado sus competidores, es hoy en día un hoyo negro de tal fuerza gravitacional que se ha tragado, y seguirá haciéndolo, un sinnúmero de otros dispositivos: GPS, Cámara de fotos y video, teléfono, PDA, reloj, ebook, walkman/iPod, DVD portátil, procesador de palabras… Todos hoy ‘simples’ apps que Apple ha sabido —con altos valores técnicos y estéticos— llevar a su fórmula de hardware y software cerrado dentro del iPhone. Un dispositivo que ha ahondado las brechas sociales pues es estandarte de exclusividad: tanto económica como de competencia cognitiva.

El smartphone se ha convertido para la mayoría de la sociedad en la herramienta epistémica por antonomasia: las gafas que usamos para ver el mundo. Allí ‘vivimos’ permanentemente conectados con el mundo que nos rodea a través de las redes sociales y su inseparable instantaneidad de la información. Esta última que nos lleva a saber de inmediato desde el último atentado terrorista —¿manipulación y control a través del miedo constante?— o lo que comen nuestros amigos —¿la banalización de la información?—. Muchos de estos aplicativos redefinen nuestra conducta y valores.

¿Cómo? Por ejemplo Whatsapp que es en Occidente el mayor mediador dentro de la interacción humana de comunicarnos. Este desarrollo de software no permite implementar la ética computacional de la que nos habla Feltrero. Los ‘permisos’ que se nos entregan son una ventana de participación infantil e inocua, un placebo de falsa personalización mediante cambios apenas externos mientras lo verdaderamente importante, como la libertad para controlar la privacidad que de esta actividad en línea pueden derivarse, se excluye tajantemente. Y Snapchat y Facebook y Twitter y Vine y… todas lo mismo. ¿Cómo presionar para que los códigos escritos de estás apps sean accesibles y modificables por el que quiera? ¿Y la seguridad ciudadana dentro de la funcionalidad abierta y diseño transparente? ¿Será simple paranoia pensar que con estos permisos estaremos más expuestos a lo que ya estamos?

Siempre que cambiamos de tecnologías necesitamos un tiempo para apropiárnoslas. Los cambios en las llamadas Tecnologías de Información y Comunicación, como un bombardeo, no nos deja acomodar en una y dominarla cuando ya está la otra en el oriente. Ahora le mando mensajitos a mi mamá por Whatsapp, pero la verdad es que me comunico menos con ella. ¿No serán las TIC ese vampiro que después de seducirnos lo invitamos a casa y luego no podemos sacar?

Ve, que jartera tanta política ya en el fútbol.

 

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