Un miércoles como hoy, que hace treinta años era seis, estaba en Bogotá de visita. Después de almuerzo, la anfitriona nos llamó al patio y junto con mi hermano, las pudimos oír por primera vez: las bombas. Mi tía nos contó que los cascaveles, los tanques de guerra con llantas, disparaban contra el Palacio de Justicia tomado por el M-19. Con 11 años entendía poco, pero tengo presente un halo de nerviosismo y pesadumbre extraño en los adultos. “El palacio” fue nuestra película premonitoria y las metáforas saltan a la vista.
Una Nación que constituyó un Estado para brindar seguridad y administrar la Justicia entre los suyos y que ante una amenaza ilegítima pone a la última a echar humo. ¿Qué le espera a la Nación? Estar en un atardecer sombrío y la noche por venir, tal vez así se explique la desazón que dominó la generación de mis viejos desde “el palacio”. Una noche que ahondaba en negrura debido a un incipiente narcotráfico capaz de hacer metástasis en la corrupción que sometía e incapacitaba ya al Estado. Un Estado a temer más que a simpatizar y la romántica respuesta revolucionaria, que inspiraban los guerrilleros, empezaba a cotizarse a la baja en cuanto que se corrompió tanto o peor que su antítesis con sus delitos por todos conocidos.
El giro de tuerca del asunto es que no hubo refugio en ninguna forma de gobierno que siguió. Por el contrario ese Estado que dictó las leyes que acotan la sociedad, el que con más ahínco debería apegarse a la ley, el que debe castigar ejemplarmente a sus componentes por no respetar los márgenes, se traspapeló. La Nación establece un Estado para garantizar las seguridad de sus ciudadanos; pero si son los agentes encargados de esa tarea, la seguridad, los que comenten faltas contra ella… si me roba un delincuente y también la policía, nos llevó el que nos trajo. Y eso fue lo que pasó.
Sin embargo entender esa diferencia no es falta de patriotismo como lo plantean algunos.
En la lucha contra la ilegítima—por violenta— amenaza subversiva sus financiadores han cometido todo tipo de violaciones a esa Nación que los instaló. Porque para “Defender la democracia maestro” no se requiere de un Estado torpe y burdo como el que nos representó hace 30 años en “el palacio”. Ha sido ese desmadre, del que aún nos quedan por encontrar a cientos desaparecidos de hace 30 años y al que hoy eufemísticamente llamamos “falsos positivos”. Y si el aciago Plazas —con la brutalidad grabada a fuego — es el actor que representa al Estado, Belisario sería el pueblo que busca ser Nación. Un pueblo mal informado, manipulado que entre dudas y buscando protección dio las licencias que creyó necesarias para cumplir la tarea, sigue pagando el peso de su error hasta hoy.
Y entre partidos de fútbol, la moral nacional fue mutando tímidamente dejándonos ver otro ideal de justicia, uno que cada vez se acerca más a la humanidad perdida dentro de esta miseria. Conceptos que hace 30 años nos parecían normales ya no nos lo parecen tanto: empezamos a calibrar la balanza. Y así el reclutamiento de menores, el sembrado de minas antipersonales, el uso de la población civil como escudo, son taras que hemos comenzado a superar y dan fe del rudimentario avance. Nos quedan muchas por incluir, ver a esas 218 mil víctimas del conflicto como iguales lo mismo que juzgar, o perdonar, a los culpables de ellos como iguales.
También se echa en falta el mea culpa nacional, un “nunca más”. Los católicos saben que no basta con el arrepentimiento, y que se necesita la “confesión de boca”. Un par de ejemplos: ¿qué tuvo que ver Pablo Escobar con la toma?, ¿por qué el incendio?, ¿quién lo originó?, ¿qué pasó con el presidente en esos dos días? Solo así podemos dejar que llegue el “fin” de la película y no tener que adivinar lo que pasó, ni mucho menos donde nos toque preguntarle a los “malos”, y de paso creerles, lo que los “buenos” no pudieron.
Ve, ¿y entonces Popeye es el Relator de Indias?
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