Cuando Jameson dice que el cine “Es el más posmoderno de todas las formas artísticas”, yo lo entiendo que en este arte se resumen todos los demás: teatro, escultura, pintura, música, danza y literatura son el continente del séptimo arte. Así pues, cuando se trata de valorar una película se deben tener en cuenta varios factores: la dirección, los personajes, la dirección de arte, el montaje, la banda sonora, la técnica cinematográfica, la fotografía, la historia —el guión—. Si imaginamos este país como un producto fílmico a analizar, estas serían mis impresiones.
Los personajes en la película se pasean con el ego de sus actores por todo el escenario y desde el inicio han opacado la historia que se quiere contar. La egolatría de los comediantes no les dejan ver que el fracaso de la obra es el suyo propio cuando se presentan sobreactuados e incapaces de intercambios válidos con sus pares, secundarios y extras. Muchos de los secundarios pecan por lo mismo y desconcentrados se imaginan capaces de hacer si tuvieran roles principales. Los extras normalmente lucen apáticos, cansados, con sus ánimos secuestrados por alguno de los principales y cuando deben entrar en acción son tan histriónicos que pierden la naturalidad necesaria y el tempo adecuado para ello.
En cuanto a la técnica cinematográfica estamos ante un principiante que no sabe para qué son ni cómo funcionan ni los planos ni las velocidades en el cine. No hay honestidad artística porque parece que el ritmo es trepidante cuando la verdad es que no cambia nada. Y con el montaje pasa similar; el editor anda con las fusiones o cortes bruscos que precipitan conclusiones que no se dan ahondando los problemas mencionados. La dirección artística: riquísima la que nos tocó en suerte; sin embargo, lo recibido por herencia natural no se ha sabido cuidar. El bajo presupuesto, la falta de planeación y gestión aunados al descarado robo han llevado a que la escenografía se vea disminuida mientras nos dedicamos más a la extracción que a la preservación y equilibrada explotación, y la que nos tocó construir esta mal levantada y se ve la tramoya.
La fotografía está controlada por algunos actores que dejan ver la paleta de colores que les interesa. Una “iluminación” que manipula de manera burda y ya sin asomo de vergüenza al espectador. Y para colmo, y aunque se pude pensar en momentos diferentes donde algunos rebeldes dan otras luces, lo cierto es que son tan efímeros que duran lo que dura un tuit. Y esos nuevos colores se echan a perder cuando no se perciben por el auditorio como deberían por la fuerza de la costumbre. Igual pasa con la musicalización que se va entre lo tétrico y el jolgorio, siempre a todo volumen, y no permite momentos ni de calma ni de reflexión.
Para terminar de irse al garete, con un guión a la altura de los mismos que escribían para Hitchcock, el arquitecto que debe ser cualquier director de cine no ha dado pie con bola porque ha sido incapaz de conectar las pretensiones de su opera magnus con cualquiera de los participantes de este western dramático y violento llamado Colombia. De manera errática ha venido gastando el presupuesto de la producción y no ha sido lo suficientemente competente para desarrollar alguno de sus ambiciosos ideales. Y lamentablemente las películas se califican por lo logrado no por la intencionalidad pretendida.
Habría que decir que Colombia es más una franquicia de películas que se hizo por contrato. Algo así como “Retroceder nunca rendirse jamás”. Una en la que los últimos (¿8, 10, 12?) directores ha tenido poca visión artística y se ha vendido por muy poco a los productores que han hecho lo que han querido. Y el problema es grave: Colombia es, pues, un popurrí de intenciones, unas buenas y otras no tantas, que se proyectan en la pantalla de cualquier cine rotativo. Cine barato. Pero este presente no significa que no tenga futuro. Esta es una secuela que podría ir a mejor cuando haya un director capaz de darle otra lectura al guión.
Ve, y ni un Nobel pues…
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