La primera semana del nuevo presidente de EUA ha dejado clara la verdad que hay en la frase: “Es mejor malo conocido que bueno por conocer”. Por más buenos que hayan sido sus presidentes, nuestra relación con EUA siempre ha sido asimétrica. Esta disparidad ha sido evidente, y más allá del derecho que tiene un país de blindar su frontera, es tal vez el tonito lo que ha hecho que por fin nos movamos (?). No sé si México venda bien su drama, o que entendimos que el barbero visita al vecino y toca poner nuestras barbas en remojo; pero las palabras que llaman a la integración entre los hermanos toman fuerza.

 

 

Hoy, en el ágora ficticia donde nos encontramos la masa parece espartana. Más que por los lacónicos mensajes en Twitter, es por su inmediatez para entrar en indignación y guerra. Una minoría recordaba con facilidad como en los 80 y 90 en Colombia se fue quedando sola en el lío en el que nos dejamos embaucar por los de arriba, y en todo Centroamérica nos pidieron visa. Pero los gritos por respetar a México y unirnos contra el enemigo común eran mayoría. Tal vez en otra época esos vítores se oían con más frecuencia. Aunque la aventura izquierdista en América Latina no dejó buenos réditos y sí una serie de políticas neoliberales nefastas que llevaron a la propia desunión, hoy no tenemos referentes vivos y nos toca acudir al Ché, a Fidel, a Galeano, y más atrás a Bolívar. Desde que yo tengo memoria, no recuerdo haber visto a Latinoamérica unida ante una agresión por parte del tío Sam.

Sin embargo, el dejar de comprar productos gringos, arenga favorita de Twitter LatAm, es un tiro en el pie. En medio de esta globalización tipo embudo, donde bastante de la inversión extranjera pasa por la venta de comidas o por la relocalización de la mano de obra, la solución no es tan sencilla. Habría que pensar en las consecuencias más cercanas. ¿Qué pasa con la gente que trabaja para esos empleadores? ¿Qué pasa con los colombianos dueños de esas franquicias? Si no hay un verdadero plan articulado dentro de la sociedad entera enfocado en reemplazar los McDonald’s por los Mac Dooglas, flaco favor le haríamos tanto a los inversionistas locales, y peor aún a sus empleados. Esa fuente de empleo se iría, y perderíamos más nosotros que los güeros al quedarnos con un desempleo creciente. Extrapólenlo a toda la economía y no es chévere el panorama. Más allá de meternos en una guerra comercial frontal que no nos dejaría bien parados, lo que deberíamos hacer sería seguir el ejemplo de Dinamarca bajo el dominio nazi.

¿Cómo sería eso? Primero, aclarar que hay servicios que ellos prestan necesarios y útiles a nuestra causa, y aunque la Revolución no será por Twitter de alguna forma podría ayudar a articular movimientos. Más que hacer que se vayan, será dejar de consumir los servicios que ellos nos venden desde allá y que generan poco empleo acá. Un elegante sabotaje social alejado de estridencias a sus industrias culturales cuyas ganancias casi se van todas para allá: el cine, la televisión, la música podrían ser un punto de partida. Dejar de consumirles sin hacer mucho aspaviento. Dejar de ir a ver los blockbusters hollywoodenses, por ejemplo, no es tan complicado. En lugar de eso fortalecer lo interno y empezar un verdadero mercado de cine, e industria audiovisual latinoamericano.

Una pena que el ejemplo más cercano de esto sea el gran rock argentino, no por su legado, que todos admiramos y disfrutamos, sino el llamado Efecto Malvinas. En su construcción del enemigo, la terrible junta militar de Videla y su combo censuraron la música anglo y los artistas locales llenaron ese vacío. Así como el cántico de los mejicanos a su selección, es momento de corear: ¡Sí se puede!

 

Ve, el próximo 10 de febrero a las 8 de la mañana adivinen dónde estaré metido

 


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