Llevo algunos años viviendo afuera del país. No podría llegar a mencionar los porqués; pero desde que me fui no he parado de buscarte, y casi como en un bolero o un tango, no he podido dar con vos. No sé dónde más averiguar. ¿Te he perdido ya?, ¿te nos extraviaste o te echamos a perder? Me inclino a irme más por la segunda. Y uso el plural no debido a que sea político en campaña, sino porque en esta vaina no estoy solo.
Visito sitios en donde trato de ubicarte, algunos más accesibles que otros: a través de Internet te rastreo en periódicos y revistas, esos que dicen informarme sobre tu vida, el mismo medio me deja mirar por las rendijas tus nuevas expresiones culturales desde tu música y tus películas; de manera más física, trato en hallarte en los sabores con los que crecí, en el contacto con mis hermanos al encontrármelos, sintiendo así apartes de tu calidez. Solo me caen gotas de tu esencia.
¿Dónde estás? Te husmeo a través de las redes sociales: donde mis amigos uribistas, al preguntarles por la veracidad de un tuit: «… Cuando Oscar Iván dijo que va a suspender el proceso de paz se refería a que iba a continuarlo», tratan de explicarme el porqué su líder ídolo tiene razón, encimándome que el «traidor» te entregará al castrochavismo. O a los que dicen que Santos es el que te va a regalar la paz: cuando con la firma del acuerdo, si lo logramos —acá tampoco él esta solo, aunque nos lo venda así—, apenas llegaremos al primer peldaño de su construcción.
Y llegan otros diciendo que lo mejor que tienes son tus hijos. Serán tus hijas, ahora convertidas en un atractivo turístico. Así te promocionamos para que te visiten. Entre tanto yo te busco en el rostro de los que triunfan, de los grandes; pero rápidamente me doy cuenta que ellos son un accidente, en tanto que tú no has llegado a ser una buena madre. No te hemos dejado. Porque somos más un partido de fútbol que una carrera de ciclismo de tres semanas. No tenemos paciencia, todo lo queremos ya, no sabemos esperar, mucho menos planificar. Vamos de afán y entretanto decimos que nos empleamos a fondo en cada problema, en cada sobresalto; mas cuando la espuma baja ya estamos metidos en otro cotejo. Y ni siquiera del mismo campeonato. No llegamos a nada: vivimos solamente de momentos, no de consistencias.
Me entero que «celebraste» la Semana por los Desaparecidos. Y me entero que son sesenta mil. Pues claro que te toca una semana entera. ¡Es que son sesenta mil! Tres veces más que en las dictaduras del sur del continente. ¿Reacciones?: escasas, apenas humildes; ¿comentarios de los que nos quieren dirigir?, ¿alguien dijo algo? Yo no las oí. Me pregunto: ¿si tus vástagos somos lo mejor que tienes, de quién es la culpa de este desastre? Juro que el exuberante paisaje que te engalana no es el responsable de nuestra estulticia, de nuestra incapacidad, de nuestra torpeza. No lo puede ser. ¿O sí? ¿Qué has hecho Colombia? ¿En dónde estás? ¿Qué diablos te pasó? ¿Por qué te dejaste arrastrar hasta acá? Y trato de explicarte: lo que te sucedió, y te sigue pasando, es que estos datos —porque no son más que cifras, números, estadísticas—, de tanto oírlos ya te dan sueño. Te producen bostezo. Ya no te importan; porque igual de antemano sabes que no vamos a pasar del discurso lleno de eufemismos en donde te diremos que se »… y se tomarán medidas concretas» con el que trataremos de endulzarte el oído. Porque somos un eterno anuncio de: »… Y se tomarán medidas eficaces, y se harán ingentes esfuerzos».
Y la respuesta, como dice el comercial de marca país, es Colombia: divina Colombia. Pero no, más bien, devino Colombia. Ni más ni menos. Y casi puedo oírte decir que nos pasa como a tu selección de fútbol: «Juega como nunca y pierde como siempre». Mas a mí se me ocurre que la respuesta, o parte de ella, puede estar en esas sesenta mil almas que hemos sabido dejar tiradas, ahí al garete, a la vereda de ese camino que andamos, el que por ahora no nos está llevando a ninguna parte.
Ve, dicen que si la religión es el opio del pueblo, Uribe es la burundanga.
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