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Tenía por titulo: Solos contra el mundo y lo cambie a Contra el mundo, solos. porque caí en cuenta que entre los dos significados está el Atlántico, y de ese tamaño es nuestra errada percepción con respecto a el cómo nos ven afuera. Somos dados a pensar que el planeta está en contra nuestra, que no se nos quiere, e inocentemente decidimos no enterarnos del porqué o no asumirlo.

Según la FIFA los colombianos fuimos la cuarta nación visitante con mayor cantidad entradas compradas —más de 54 mil—, solo por debajo de las terribles barras bravas argentinas y los peligrosísimos hooligans ingleses y alemanes. Aunque seguro había más compatriotas allí. Hablé seguidores de la tricolor que habían llegado en buses, en yipaos y hasta en bicicleta; vi caravanas colombianas de scooters; fui parte de la mancha amarilla que entró al Mineirao, al estadio Nacional, al Arena Pantanal y al Maracaná; vi las caras de horror de algunos al haber perdido (?) la boleta; sentí como se me erizaba la piel en cada una de las salidas de los arqueros a entrenar; los ojos se me encharcaron siempre al oír y cantar el himno. La fiebre amarilla se apoderó de mí. Un principiante en este arte como yo, no es capaz de transmitirles con letras los sentimientos que viví dentro del metro de Río al terminar el partido contra Uruguay y encontrarnos con los Brasucas en él. Y los canticos, y los saltos, y la alegría, y la ilusión.

La historia en Castelao fue diferente, ya no había mancha amarilla con la que me identificara y apenas logramos ser un parche rojo que vio, verdad sea dicha, que el equipo jugó el peor primer tiempo de toda la Copa Mundo contra el dueño de casa. Un Brasil que no tenía nada, cierto, sin embargo a punta de fuerza nos sometió y no supimos reaccionar hasta los últimos veinte minutos. Después del partido y con el resultado que todos conocemos, vino lo de siempre: dejamos de sentirnos protagonistas e importantes para volvernos a estimarnos inferiores sea por el resultado, sea por la presentación —aunque no lo admitamos a viva voz—. Luego, buscando la culpa en los demás, invariablemente se dejaron venir los típicos comentarios de los perseguidos: que la copa la compro Brasil, que todo es un montaje de la FIFA, que el arbitro nos robó. ¿Después del resultado del martes en dónde queda todo ese complot? Ya se nos olvido la tramoya y, a muy nuestra usanza, nos refugiamos en el logro del que fue capaz de hacer lo que nosotros no pudimos: vencer a Brasil en casa. Además como nos sentíamos ofendidos, la humillación a la que fueron sometidos nuestros anteriores verdugos ha sido nuestro mayor bálsamo. La justicia divina que nos recompuso. En el Mundial que terminará el domingo, la felicidad que nos dio la selección, todas esas alegrías, todas esas buenas sensaciones, siempre se vieron mal acompañada por nuestra celebración típica: «Esta noche me emborracho, picho y peleo». No sé que tanto se cumpla la segunda parte de esta sentencia, mas al poder dar testimonio de que tanto de la primera como de la segunda nos esforzamos y las cumplimos a cabalidad, me entran dudas razonables en el culminación feliz de la segunda.

Cuando algo está mal hecho, la sabiduría popular nos dice: «Parece hecho con las patas». Acá en Brasil funcionó al contrario. Porque lo que los jugadores hicieron tan bien con los pies, nosotros los hinchas lo destruimos yéndonos a las manos y algo más.  Si nuestra elite se agarra a platazos en un restaurante, si en el entrenamiento publico del equipo nacional nos encendemos a puñaladas, ¿cómo queremos que nos miren? Hace falta ser muy miope para no enterarnos de lo que vamos a recoger con este tipo de comportamientos. Y nos duele que nos cataloguen y califiquen de borrachos, de ruidosos, de pendencieros, de violentos, pero sobre todo de traficantes de droga. Y como musulmanes insultados por una caricatura contra Mahoma, nosotros llegamos a la indignación nacional por dibujos repetidos sobre este comportamiento mientras tanto tratamos de entrarla al estadio. Somos como un terrón de azúcar, no obstante nos proclamamos mamagallistas —adjetivo nos funciona si y solo si no se meten con nosotros—, en tanto que no aceptamos los lugares comunes en los que estamos apostados. ¿Y si los buenos, que somos más, por qué dejamos que los malos dejen nuestro nombre por el suelo? En el país en donde vivo, la colonia, si se le puede llamar así, consta de siete personas. No somos más, y no somos en lo absoluto reconocidos por ninguna de las bondades que suponemos el mundo nos debe valorar. Apenas logramos impactar a nuestro circulo cercano que por ende sabe de nuestra procedencia. Excepto por uno. Uno que llegó sin hablar una palabra de inglés y que necesitó un traductor para su interrogatorio por traer kilo y medio de cocaína hasta acá. Él sí logró llenar las primeras páginas de los periódicos locales. No vengamos pues con el cuento de que los malos son una minoría, ni que lo mejor de Colombia es su gente; porque si es así, ¿de quién es la culpa entonces de que estemos como estamos?

Cuando salió la noticia de la posibilidad de eliminar la visa para Europa para Colombia, leí que cierto algunos colombianos iban a escribir una carta para que no la quitaran. No lo entendí. Aún no la comparto, empero debo decir que en Brasil, le hui a la compañía de mis queridos hermanos.

Ve, te cuento que comprobé, una vez más, que los amigos son la familia que uno si puede escoger. ¡Gracias TOTALES!

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