Ingresa o regístrate acá para seguir este blog.

En la primera entrega de Cacería de hechos Huepajé introduje una historia aparentemente aislada en el tiempo y la geografía, al tratarse de una anécdota acontecida en el lejano siglo XIX y en un lugar que hoy en día ya no es parte de nuestro país. Sin embargo, y como veremos en la segunda parte de este cuento, los nombres y destinos de Panamá y Colombia – como en la penca del maguey de Vicente Fernández – aparecen entrelazados por un maquiavélico actuar imperial, según intereses económicos bien claros y en el contexto de la ley del monte, mejor conocida como Derecho Internacional. Es más, el desenlace de esta historia nos va a mostrar que algunas cosas no han cambiado mucho.

Como comenté en su momento, el comisionado Corwine, enviado por Estados Unidos para evaluar lo ocurrido en Ciudad de Panamá el 15 de abril de 1856, había recomendado de forma contundente y sin miramientos que el istmo debía ser invadido de forma inmediata, con el fin de proteger los intereses de los ciudadanos estadounidenses y de las demás naciones interesadas en el devenir de la región. La pregunta que surge aquí no es menos que oportuna: si Colombia era un estado libre y soberano desde su independencia de España, ¿a cuenta de qué venían los gringos a intervenir por hechos ocurridos dentro del territorio del país?

Sí, es verdad que como consecuencia del motín de la patilla se afectó la vida, honra y bienes de ciudadanos de ese país, pero de la misma forma uno se pregunta si acaso las autoridades colombianas no podían juzgar a los responsables y compensar a los afectados sin tener que mediar una acción violenta como la propuesta por don Amos. Sin embrago, el riesgo de invasión por parte de Estados Unidos no sólo era factible, sino que a finales de 1856 una flotilla de buques de guerra con bandera norteamericana yacía apostada en frente de Ciudad de Panamá, esperando órdenes para actuar.

Pues bien, la respuesta a estas inquietudes es tan simple como familiar; Estados Unidos no sólo se sentía obligado a intervenir en Colombia sino que se preciaba de estar legitimado gracias a un tratado firmado entre los dos países en 1846, mejor conocido como Mallarino-Bidlack por la identidad de sus firmantes. En uno de los episodios más oscuros de la historia diplomática de nuestro país, se le concedió a la nación norteamericana el privilegio absoluto de acceso y tránsito a través del istmo de Panamá a cambio de una confusa “garantía de su neutralidad”. En otras palabras, los gringos podían entrar, establecerse a sus anchas y beneficiarse a nivel económico; en contraprestación, debían garantizar que ningún poder externo pudiera influir o adquirir el control efectivo de la zona.

¿Quién querría invadir Panamá en ese momento y por qué? Colombia era una nación jovencita e inestable, se encontraba en proceso de consolidación como estado independiente – aún estamos en eso –, y no le faltaban pretendientes maduros para seducirla y quitarle su honor: de un lado, el imperio británico se había amangualado con los indios Misquito de Nicaragua y acechaba los linderos panameños, y del otro, los estados que derrotaron a Napoleón (Rusia, el imperio Austrohúngaro y Francia) mostraban interés por acceder a la torta de América. Lo cierto es que todos iban detrás de algo: el mejor lugar para construir un canal interoceánico. Y al final, por querer escapar de las hienas, Colombia terminó metiéndose en la boca del lobo.

El gobierno de ese entonces, en cabeza de Tomás Cipriano de Mosquera y representado por Manuel María Mallarino, se asustó con las noticias provenientes de Europa y negoció un tratado que, si bien tenía la etiqueta de «amistad, comercio y navegación», definitivamente implicaba mucho más para la soberanía colombiana. Siendo muy claros: eran tan rentables los términos del tratado Mallarino-Bidlack para Estados Unidos, que por primera vez en su historia el senado de dicho país accedió el establecimiento de una alianza de este tipo con otro estado, de esta forma llevando su política exterior – la célebre doctrina Monroe – a un nuevo nivel, como veremos muy próximo al imperialismo. De otro lado, en Colombia pensaban que eso iba a asegurar “confianza inversionista”, “crecimiento económico” e iba a mitigar las presuntas ambiciones europeas de reconquista.

Volvamos al motín de la patilla.

El hecho de que existiera un tratado en virtud del cual Colombia se comprometía a garantizar los intereses norteamericanos en el istmo de Panamá fue determinante a la hora de tomar decisiones respecto a lo ocurrido la noche el 15 de abril. La insurrección popular que trajo consigo muertes y daños materiales fue asumida por los gringos como la consecuencia de la incapacidad de las autoridades colombianas en conjurar los actos de violencia, y por ende, fue interpretada como una violación del tratado Mallarino-Bidlack. En aquellos tiempos, era absolutamente usual – y legítimo – el uso de la fuerza como mecanismo para resolver los problemas inter-estatales, por lo que la presencia de los buques de guerra estadounidenses en la bahía de Ciudad de Panamá se antojaba como el preludio de una acción en ese sentido. Sorprendentemente, la invasión no se llevó a cabo en dicho momento y en su lugar, Colombia tuvo que pagar altísimas indemnizaciones a las personas afectadas. Pero aún más grave, el país tuvo aceptar absoluta responsabilidad por el incidente de la patilla, dejando bien oculta la mala leche de Jack Oliver y desde una perspectiva más amplia, la realidad de los abusos perpetrados sobre los ciudadanos colombianos en Panamá.

Nueva pregunta: ¿Por qué Estados Unidos no intervino directamente en ese momento? Dicho país se dio cuenta que para el bien de sus propósitos políticos y económicos – adquirir el control exclusivo de una ruta interoceánica, un canal – no había necesidad de “entrar al rancho”, sino dejar que los colombianos pelearan entre ellos hasta que detonara la carga, para ahí si desplegar todo su poder en solidaridad con quienes, muy seguramente, iban a querer que el istmo de volviera un estado libre e independiente. La forma en la que el gobierno colombiano manejó la situación, aunado al pobre apoyo administrativo y financiero que los burócratas bogotanos le brindaban a la región – igualito a lo que pasa en el Chocó –, generó desencanto y hostilidad por parte de los panameños.

En cuestión de casi 50 años hubo numerosos intentos de revolución y separación hasta que en 1903 Panamá se declara independiente, y Estados Unidos decide reconocer al nuevo estado. Y ojo, que aquí viene la jugada maestra: los gringos decidieron respetar el tratado de 1846, pero al tratarse Panamá de un país independiente, la garantía de neutralidad por parte del país del norte consistió en impedir, a través de evidentes muestras de poderío militar, que Colombia tratara de intervenir en el istmo para evitar la consolidación del mencionado movimiento independentista. En contraprestación, Panamá le entrega la concesión del canal a…ya sabemos quién.

Esta historia termina con una indemnización de míseros 25 millones de dólares que Estados Unidos le otorgó a Colombia “por las molestias causadas” a propósito de Panamá, mientras Colombia otorgaba concesiones petroleras – la Concesión Barco a la Tropical Oil Co. – y bananeras – la United Fruit Co. – a los nuevos soldados del imperio: las compañías multinacionales. Como se pudo observar, un hecho aparentemente anecdótico como el del motín de la patilla adquirió una connotación clave en los destinos de nuestro país. Si bien al final todo se trató del uso de un tratado para propósitos imperialistas, lo cierto es que ese pedazo de fruta nos salió dañada.

Hoy en día Colombia tiene a Estados Unidos como su principal socio comercial – con TLC a bordo, de nuevo un tratado –, y reconocemos a Panamá por ser la cuna del gran Rubén Blades, el paraíso de los perfumes baratos y el refugio de una tal María del Pilar Hurtado. Así es la historia.

Compartir post