Ingresa o regístrate acá para seguir este blog.

Querido Víctor Hugo,

Le confieso que esto que escribo, dirigido especialmente a usted, resulta un poco contradictorio. Siempre he criticado a los columnistas que escriben cartas abiertas, pues me parece que la labor de quien genera opinión debe estar encaminada a llegarle a cualquier que quiera leer, y no tratarse de mensajes eminentemente personales. Sin embargo, creo que en este caso lo que le escribo con inmenso respeto a usted, se proyecta a millones de seres humanos que piensan de forma similar. Por eso decidí hacer esto.

Hoy en día no hablamos, y la única forma en la que sé de usted es a través de Facebook, pero hay que decir que hace muchos años, justo cuando éramos niños empezando a vivir, fuimos muy amigos. Y yo recuerdo esa amistad con alegría porque además había admiración de mi parte. Usted siempre fue el más correcto, nunca irrespetó a ninguno de sus compañeros, y era el que decía que “para ganar el año había que hacerle caso a la mamá”. No por nada se trataba del estudiante más sobresaliente del jardín, y además con el tiempo se volvió un gran deportista que le dio importantes triunfos al colegio. Ya luego de los años tomamos caminos diferentes, pero quedan estas remembranzas.

Sé de su profunda fe y creo que eso es maravilloso. En algo debemos creer. También me he enterado que tiene una bonita familia que seguro le depara inmensa felicidad y objetivos de vida. Por mi parte yo también tengo mi fe, también estoy en proceso de formar una familia, y así mismo espero que ésta sea el motor de mi existencia, los años que sean que esté por estos lares.

Y esta semana, mientras me dirigía a un lugar recóndito del país a trabajar con comunidades afectadas por el drama del conflicto armado, me crucé con un post suyo, de nuevo, en Facebook. Aquel lugar en el que nos enteramos de la suerte y pensamientos de quienes alguna vez fueron parte de nuestras vidas. Y en dicha publicación me enteré de su posición frente a lo que tanto se ha debatido en los últimos días: la famosa “ideología de género” y las masivas protestas de quienes, usando las banderas de la moral y la religión, se oponen a que se traten temas relacionados con la sexualidad en el colegio. Me da pena con usted, y es probable que me tome atribuciones que no me corresponden, pero quiero hacerle una serie de reflexiones al respecto, que creo son válidas y además responden al aprecio que le tengo.

Manifestó usted estar en desacuerdo con la iniciativa del Ministerio de Educación respecto de que se dicten cátedras de sexualidad y género en el colegio. Señala además que esos temas hacen parte del ámbito exclusivo de la familia, y que por ende deben ser los padres quienes se encarguen de transmitirle a sus hijos esto, de acuerdo a sus convicciones morales. Igualmente, menciona que en el colegio usted recibió educación en el respeto a los demás sin importar su raza, orientación sexual o convicciones, y que hasta ahora eso ha sido suficiente. Todo muy coherente con su visión de que la familia debe estar encabezada sí y sólo si, por un hombre y una mujer. Que esa es la naturaleza, el sentido común y la ley de Dios.

Mi sentido de pertenencia por el colegio es tan grande como el suyo, y coincido en que tuvimos la fortuna de ser educados allí. Aprendimos muchas cosas que trascendieron lo académico, y nos hicieron buenos hombres para los demás. Pero también es mi deber recordarle algunas cosas que sucedieron en nuestro colegio, durante aquellos años de juvenil vida.

Seguro que recuerda quiénes eran mis amigos de bachillerato. No eran los suyos, pero usted jamás fue alguien que tuviera enemigos o ganas de molestar a alguien. Pero como seguro recuerda, mucha gente de nuestra promoción sí. Es más, la situación de mis amigos iba más allá de lo anecdótico, y se trataba de una dinámica de bullying masivo y sistemático, que a medida que crecimos y nos volvimos adolescentes se tornó peor.

Y usted seguro oyó hablar de ellos y de lo que decían que eran. Les decían “maricas”, “cacorros” y “amanerados”. Cuando pasaban por ahí, por donde los populares, eran intimidados y retados. En otras ocasiones, cuando querían integrarse a las dinámicas del curso eras simplemente ignorados. Yo incluso también fui intimidado y burlado por estar con ellos. Insisto, usted nunca lo hizo, lo que habla muy bien de usted, pero se trata de una realidad ineludible.

En particular, quiero referirme a un hecho que me dejó marcado. En una clase de educación física nos ubicaron a todos los alumnos de la promoción, 120 púberes insoportables, en el coliseo como pollos en galpón. Sería como octavo o noveno grado, y los profesores habían diseñado un recorrido con obstáculos que era cronometrado, de modo que todos podíamos ver el performance de la gente. Seguro que usted fue uno de los que mejor lo hizo, ya que, si mal no recuerdo, hasta en juegos nacionales compitió y ganó medallas. Pero uno de mis amigos, que si mal no estoy tuvo que pasar al final, inició su recorrido de forma torpe y con movimientos muy suaves. Casi bailando, o a manera de coreografía. Sin prisas o sin fuerzas, pero en todo caso tratando de terminar lo antes posible, porque el ejercicio era algo que no le gustaba.

Las burlas y los insultos no demoraron en aparecer. Los gritos de decenas de adolescentes enardecidos, molestos con aquel que hacía las cosas distintas, que se movía con extrañeza, que recordaba más a una garza que a un toro. Y mientras eso sucedía, los profesores decidieron hacerse los de la vista gorda y empezaron a hablar entre sí de cosas poco importantes, como el partido de fútbol de aquella noche o sus planes para el puente. Así fue que este terrible circuito terminó con un muy mal tiempo y con saladas lágrimas en las mejillas de mi amigo, mientras las carcajadas se iban extinguiendo.

Víctor Hugo. Este acontecimiento es sólo una anécdota, pero así como ésta muchas otras ocurrieron. Afortunadamente, no fueron suficientes para acabar el espíritu combativo de mis amigos, y por el contrario, sirvieron de alicientes para seguir adelante. Con el tiempo algunos de ellos incluso aceptaron su sexualidad alternativa y hoy en día son felices de reafirmarse allí. Es más, uno trabaja en la consecución de una paz estable y duradera con las víctimas del conflicto, y otro es un brillante académico y valiente activista en la defensa de los derechos de la población LGBT. Son mis amigos y le doy gracias a la vida por tenerlos cerca, porque me brindan el ejemplo que nadie me dio en el colegio.

¿Usted cree que fue justo lo que hicieron con ellos en el colegio? Claro que no. Eso no se le desea a nadie. Y la culpa no fue de la institución, porque jamás hubo discriminación activa, ni tampoco incidentes que lamentar de parte de los docentes. Pero sí hubo omisiones y negligencia. Nos hablaron del respeto al otro, pero nunca nos dijeron que no se puede discriminar a quien es diferente, sea la diferencia que sea. Jamás nos dijeron que, allá afuera, hay un mundo diverso y complejo, estuviésese o no de acuerdo con dicha diversidad. Y los profesores, que eran testigos de los ataques contra quienes eran diversos, fueron negligentes al no intervenir y formar. Así como aquellos de educación física, cuyos nombres ya no recuerdo bien.

Contrario a lo que usted piensa, yo sí creo que este asunto es un tema de estado y de ciudadanía. El respeto a la diferencia sólo puede llegar si el niño asume desde sus primeros años que la diversidad es cotidiana y respetable. Porque si no, lo va a asumir como una amenaza contra su propia identidad. Esto es así de sencillo, y cuando aquellos que no fueron educados en la tolerancia empiezan a afectar los derechos de las personas, se vuelven problemas del estado, aparato que tendría todo el derecho de sancionarlos. Elementales lecciones de ciudadanía democrática.

Claro que la familia es la célula básica de la formación del individuo, y en eso estamos de acuerdo. Pero la realidad nos muestra que, así las leyes se hayan tardado en reconocerlo, la familia ya no es sólo mamá y papá. Familia es quien nos acoge con amor y nos da los elementos físicos y espirituales para sobrevivir. Y si la familia no está en capacidad de formar al individuo en el respeto y la tolerancia a la diversidad, entonces el estado tiene la obligación de hacerlo. Esta es la única forma en la que habrá paz duradera en nuestra sociedad.

Le pido disculpas si esta larga carta le es inoportuna o deleznable. Le prometo que no lo haré de nuevo, ya que se trata de un tema que debe quedarse ahí. Sin embargo, espero que muchos otros puedan leer estas reflexiones y, tal vez, empezar a pensar las cosas de otra forma. De esta forma seguiremos manteniendo nuestra esperanza en la humanidad, en nuestro país, en nuestros connacionales o hermanos de especie.

Su amigo,

Marco Velásquez.

Twitter: @desmarcado1982

Compartir post